Aquella madrugada en que Pedro Rojas escuchó el ronquido de los callaos, que arrastrados en tropel por la bravura del mar en la riscosa caleta que resguardaba del “temoso” viento los cantiles de milenarias coladas volcánicas, fue consciente que llegarse hasta la mar un día como aquel, sería tiempo «esperdisiao» por lo tormentosa que estaría y por los roncos «soníos» de los cantos rodados cercanos al “robalaje” Tavío y todo esto, cuando aún estaban por llegar los claros del día.
-¡Perico, yo creo que hoy no debes «de dir pa la marea! le aconsejó Felisa su mujer, -¡entodavía nos queda un manojo tollos, que nos dará «pa come» hoy y mañana y a lo mejor, si el viernes se vira el tiempo; seguro que podrás apañar alguna vieja aparente-Pedro, sin mirarle la cara de «josicuda» que ponía cuando madrugaba demasiado; le dijo -que «pa pescar viejas no estaba la cosa- pero que iría al robalaje a cantarle a las morenas.( y a las rubias si se tercia alguna por el camino) -esto último lo dijo entre dientes para que no lo escuchara la Felisa-. Llegó a las escarpadas riberas cuando los primeros rayos de sol levantaban colores de arco iris de los puños de sal que junto a los charcos de los «lajiares» iba siendo recolectada para uso doméstico por las gentes y vecinos que frecuentan el lugar.
Pedro Rojas al ver los «jasíos» que hacía la mar en las orillas supo que la marea venía «pa-rriba» cuando el «principiaba» la bajada por la «empenicada» vereda que le llevaría hasta aquellas riberas repintadas por el blanco de las espumas. Se fijó que la vereda aún no había sido hollada por nadie al ver la uniformidad de la «enserenada» sobre el cascajo y el ripiaje que la cubría. Llegado a la orilla, se descalzó de las «soletas» y arremangándose los calzones, tomó la fija y se acercó hasta los charcones donde buscó las señas que los pulpos dejan delante de sus cuevas y escondrijos. A los pocos minutos, ya tenía un pequeño octopodo ensartado en la fija que portaba en la mano izquierda y con el aparejo ya «Iscao» en la diestra, se acercó hasta los «cañalisos» por donde las aguas de la pleamar subían todavía algo remansadas. Primero con un susurro casi inaudible y sabiéndose solo en aquel paraje, nuestro hombre inició el ancestral rito insular de cantar a las morenas para atraerlas hasta la orilla, las cuales; desaforadas y hambrientas se lanzaban a la carnada atraídas por la engañosa presencia del pulpo que luchaba por zafarse de la fija asesina. Los ruidos del cercano robalaje apagaban los comedidos y rumorosos cantos de Perico Rojas por lo cual decidió elevar un poco el tono de su voz. Animado también por la captura de una hermosa morena pintada, nuestro hombre seguro aún de la soledad del lugar y la falta de auditorio humano, decidió dar a sus cuerdas vocales la oportunidad de explayarse y con voz clara, como de un tenor ligero de opereta: aquel hombre de fija en mano y pulpo retorciéndose en la punta; inició su cantó a las morenas, pero no lo hizo con la letra y música tradicional del «Joo jo morena jooo», Lo hizo con un fragmento de la canción «Méjico», que cantara y compusiera allá cuando Luis Mariano, y que Pedro había memorizado en francés cuando asistió en la ciudad de Toulon al espectáculo musical que representaba el cantante irunés. Fue durante unas maniobras navales entre las Marinas de Guerra de España y Francia donde nuestro ahora pescador cumplía el servicio militar a bordo de una de aquellas viejas fragatas de la Armada allá por los primeros años de la década de los sesenta. De la luminosa ciudad de Toulon, Perico Rojas no conoció otra cosa que el teatro donde se representaba LE CHANTEUR DE MÉXICO, teatro al que asistió a todas las funciones que pudo durante los cuatro días que permaneció su unidad en el Puerto y Base Naval Francesa del Mediterráneo.
Volviendo al escenario donde aquella mañana, Perico Rojas cantó a las morenas con aquel conocido corrido del país azteca y emulando la voz del mismísimo Luis Mariano, quizás encantadas con aquel nuevo repertorio del pescador, de una en una; las morenas fueron cayendo en la trampa hasta que nuestro particular trovemos, consciente que iba a ser mucho el peso a subir por la vereda del acantilado de Los Cuchillos, decidió interrumpir la faena al mismo tiempo que hacía decrecer la intensidad de su virtuoso canto que acabó en un emotivo sotto voce.
Pedro Rojas, durante su faena, apenas había levantado la vista del espumoso «cañaliso» por donde subían las morenas atraídas más bien por el canto de aquel charro conejero, que por el cebo ciscado en el anzuelo traidor. Estando ya en la labor de arreglar las capturas, algunas para jarear y otras para llevárselas frescas a Felisa para la fritura del mediodía, se sentó en un saliente que daba al charco de Los Hombres y empezó con su labor de desembuchar el resbaloso y estilizado pescado. Pedro, con las piernas «entumias por la postura y acabada la faena, se levanta y cuando se vuelve hacia los «lajiares» en busca de sus pertenencias, se da cuenta que no está solo, que está en compañía -presumiblemente amistosa- de doscientas sesenta y seis gaviotas argénteas que le miran con expectante admiración. Ocupando los peñascos que todavía la subida de la marea no había terminado de inundar y a pico cerrado, había ciento noventa y cuatro pardelas cenicientas guiadas por aquel viejo » Rey pardelo» -que evocara el escritor Leandro Perdomo, cuando se prohibió la captura de los pollos de dicha especie, medida que provocó la proliferación de almorranas en la población de la región, dada la efectividad de la grasa como pomada curativa de las molestias hemorroidales. Esta laboriosa e incansable ave pescadora de alta mar, en silencioso orden intentaba acomodarse sin perder de vista a Pedro Rojas y a sus capturas, el cual; al ver aquella magna concentración de picos patas y plumas, se había quedado inmóvil como bíblica y alba estatua de sal.
Sobre aquel desacostumbrado cielo límpido de nubes y celajes, una pareja de viejos guirres volaba en círculos a baja altura quizás intrigados por aquel grisáceo y silencioso revuelo madrugador. También; como un suspiro había pasado el tiempo en el reloj cerebral de nuestro protagonista al igual que en los de las seis parejas de avutardas que anidaban en el jable al sur de Las Calderetas, y que mosqueadas por los comentarios y algarabías de los sarapicos en su paso por el lugar y con apresurado vuelo hacia el Oeste, decidieron también levantar sus pesados cuerpos y seguir tras las invisibles estelas de un pequeño grupo de garzas reales que iban en la misma dirección. Lo último en llegar fue un incontable bando de palomas que salían de la cueva-fortaleza que doña Anna Viciosa y de las oquedades del acantilado.
Aquella magna concentración de bípedos debió suceder por alguna razón indescifrable y a quien los más simplistas culparon de la desaparición de Pedro Rojas. Todo ello pasó a la historia como el acontecimiento y misterio que generó múltiples leyendas que rayaban en el disparate, pero quien supo siempre la verdad de toda aquella fantasía popular fue su mujer, Felisa quien esa madrugada, sigilosamente siguió los pasos a Perico y desde lo alto del risco, aterrada, vio como una enorme serpiente de mar, un gigantesco murión en forma de rugiente ola se tragaba a su marido de un bocado, sin darle siquiera tiempo a despedirse de él. Felisa no vio gaviotas, ni pardelas, ni avutardas, ni mucho menos palomas, solo vio que cuando la ola se convirtió en espuma, una bruma de insondable soledad la envolvió bruscamente y como una gelatina pegajosa la acompañó hasta su casa donde hacía un rato había puesto en remojo un reseco manojo de tiras de cazón o tollo.
Pedro Rojas se despertó bañado en sudor y dando gritos a su mujer para que sacudiera la cama de babor a estribor, que diera las marcaciones aéreas de tanto pájaro suelto y contactos submarinos de ballenas, delfines y orcas, y que pusiera cuidado, que vigilase la proa por el peligro inminente de colisión y varada con cachalotes gigantescos. Pedro Rojas tuvo todavía aire en sus pulmones para en último falsete charro y pedir a su mujer que mandara baldear la cubierta de tamaña cantidad de plumas, antes que un tal Díaz-Cañavate se agarrase un cabreo del quince y arrestase a toda la primera brigada.
Agustín Cabrera Perdomo.
Mayo de 2017.