Llevaba todo el santo día cayendo una fina cortinilla de agua que había empezado a media mañana del día anterior. El aroma que desprendió la tierra al recibir las primeras gotas, hizo que doña Fuencisla se asomara a la ventana del cuarto-costura para ver cómo un Sol radiante y despiadado, era inusitadamente velado por una bruma espesa que envolvía con un turbante gris obscuro, las cimas de los redondeados y viejos cráteres que circundaban aquel ubérrimo cortijo al que llamaban El Peñón.
A pesar de lo tenue de la lluvia, a la mañana siguiente algunos charcos se habían formado en las hondonadas del sendero de tierra que desde la señorial casona, conducía hasta el camino real que llevaba a los viandantes hasta el cercano caserío de La Vegueta, a escasos diez minutos de buen andar.
—No serán aguas de aljibe ni de correr, pero si se aguantan así un par de días, vamos a recoger una buena cosecha de “legumes” y cereales, siempre que la planeta les sea propicia. – Eso había dicho a doña Fuencisla uno de sus medianeros- un tal Santiago Morales en la mañana del siguiente día en que aún la mollizna seguía cayendo persistente.
—Sí, -Contestó ella arreglándose el engrifado pelo que la electricidad estática del ambiente se lo había puesto como púas de un erizo moro. Roguemos a la Virgen de Regla para que no aparezca una “seca” con tiempo “leste” y se lo lleve todo en un par de días.
No fueron un par de días de mollizna, fueron cuarenta y cuatro días en los que las nubes con aquella fina lluvia, empaparon los resecos campos y dejaron las riberas de la isla teñidas con una aureola canela a consecuencia del barro que arrastraron las barranqueras hasta el mar. Los enarenados también eran puro lodo, lo cual imposibilitaba la siembra de cereales y legumbres y que Santiago Morales, estaba deseando sembrar. Las gavias bebieron hasta saciarse y los excedentes de agua escurrían por los taludes de piedra creando algunos pequeños riachuelos que desaguaban en la extensa Vega de don Pedro Cabrera, dueño de de aquel otro cortijo situado a sotavento de la montaña del Picacho. La otrora reseca vega, lucía después de las lluvias como un lago de argénteos reflejos cuando los penúltimos rayos del astro rey que ya en el ocaso: lograban traspasar las grises nubes de aquellos cuarenta y cuatro atardeceres.
La llegada de la siempre esperada y bienvenida lluvia había coincidido con el regreso al pueblo, de un personaje que después de algunos años de estancia en el sur de Francia, volvió al lugar donde había dejado a su partida, gratos y felices recuerdos por su generosa y buena disposición a la convivencia vecinal.
¡¡Don Lisandro “trajió” la lluvia!! Gritaba el familiaje menudo y algunos vecinos después de aquel diluvio benefactor.
El paso del tiempo había casi borrado de la memoria de la gente del lugar, a don Lisandro, a sus largos y apresurados paseos por el malpéi de Las Quemadas y por su afanes y desesperadas ansias por recibir cartas que nunca llegaron de la dulce Francia. Aún creo que a fecha de hoy, queden algunos testigos que recuerden el haberlo visto en la parada de la guagua embutido en su viejo y descolorido gabán, su mano derecha entremetida en la pechera y su profunda voz que interrogaba al cobrador y al chofer, por si había llegado algo para el Emperador de los Franceses.
Por razones de la edad, los recuerdos que tengo de él, son pocos y difusos. A su esbelta y recia figura la evoca mi memoria recortándose en el hueco de la ventana del sobrado del viejo caserón de La Vegueta, donde vivía bajo la protección y vigilancia de señor Rudesindo Pérez. No sé quién cuidaba y vigilaba a quien, pues fueron varias las ocasiones en que encontraron a seño Rudesindo durmiendo y a don Lisandro limpiándose las uñas con el naife del propio seño Rudesindo.
Este tío abuelo de fugaz recuerdo, esperaba ansioso la llegada de las sombras que traía el dorado poniente para hacer sus invocaciones al viejo y cercano volcán de Tamia, qué impertérrito: lo escuchaba y le devolvía multiplicados, los ecos de sus desvaríos e imprecaciones. Aquella rotura del silencio vespertino, soliviantaba a todo Palacio y que empujados por el viento, los ecos llegaban incluso hasta el sitio de Él Peñón del indiano Borges. Este polémico personaje pieza clave de este relato y a quien apodaron El Indiano, había sido su biológico abuelo materno. Fue este emigrante repatriado, un hombre contradictorio en la historia de la isla, en el capítulo de afincamiento, de “poderío” económico, y de quien corrió después de su muerte una desvirtuada historia que el paso del tiempo convirtió en deleznable leyenda que muchos se encargaron de difundir por malsanas envidias y viejos rencores pueblerinos. Probablemente no fue ningún santo este sooñense Borges, quien trasmitió a mí; a muchos más de forma y “maniera” tan poco ortodoxa: una buena parte de nuestros genes. Doña Fuencisla, fue su única hija fruto de unos amores domésticos los cuales vistos hoy no serían motivo del más mínimo comentario popular pero que entonces, en aquella cínica, conservadora y pacata sociedad, eran moneda corriente poner en solfa, estos incidentes amorosos y que según el populacho no tuvieron ni tendrán nunca la famosa enmienda. Hoy evoco con orgullo, gratitud y nostalgia aquel arrebato amoroso que me concedió la gracia de venir posteriormente al mundo. La vergüenza dudosamente creo que la pudiese sentir el autor de aquel acto de amor pasional, no así supongo; a quien arrebataron su honor que en aquellos tiempos y hasta no hace mucho, no era acontecimiento fácil de llevar y menos el hacerlo con la ignominia de tener que disimular el progresivo estado de su buena esperanza.
No dio su apellido Borges a su única hija y no imagino las razones que tuvo entonces para no hacerlo, lo cierto fue que arregló y le decidió por decreto su futuro matrimonio para cuando estuviese en edad de merecer. Lo acordó con un sobrino suyo natural de Soo y oriundo de los valles del norte isleño, un gigante de más de dos metros contaba con todas las papeletas para ser el elegido, afortunado y futuro cónyuge de la moza, así como su futuro administrador que con tino y acierto -suponía El Indiano- que velaría por el importante patrimonio que supuestamente le legaría su generoso tío y suegro a la vez.
El año de aquellas increíbles lluvias y según pronósticos hechos en su día por Santiago Morales, fue año no de nieves pero si de bienes, de él hace tiempo me contaron que se recogieron tres abundantes cosechas de cereales en el mismo año, que los viñedos del malpei, enchidos de racimos se salieron de los socos y las higueras dieron más frutos que follaje. La isla parecíó ser la tierra prometida que dió Jehová a los hijos de Israel. Dicen que dió miel y leche a todos sus habitantes aunque fuese en el corto espacio de unos años en que la meteorología y la planeta se debieron volver locas. Pero, como siempre ha pasado desde la aparición del hombre sobre la Tierra, en ese tiempo los ricos se hicieron más ricos y los pobres siguieron siendo pobres de solemnidad y por tiempo indefinido.
El marido de doña Fuencisla; el afortunado sobrino del Indiano quedó más rico de lo que ya era, pues durante los años de la abundancia y la posterior vuelta a la triste realidad isleña, logró triplicar el legado de su generoso tío. Aún se escucha de él; que fueron tantas las tierras de su propiedad, que podía venir caminando por lo suyo, desde el Cortijo de Bajamar que incluía la aldea de La Caleta de Famara, hasta las llanuras de Las Calderetas de Yacen en la jurisdicción del pueblo de Tinajo.
Son estos retazos escritos, parte de mi historia familiar en la cual he puesto demasiada imaginación en lo que respecta a las increíbles e ilusas precipitaciones, y que pienso que sea esto por el ansia ancestral que tenemos los isleños orientales por la lluvia. Lo demás es pura realidad.
De aquella considerable herencia iniciada por mi apasionado dieciséis tatarabuelo, solo llegó a mi poder la cuchara de plata con la cual se alimentaba el hombre. Pero ¿Que puede evocar una cuchara aunque sea de plata y lleve grabadas las iniciales de quien fuera su dueño? Al abajo firmante solamente piensa en los potajes de chícharos, garbanzos y compuestos de arvejas frescas que almorzaba con fruición mi antepasado y polémico tatarabuelo Marcial Borges Betancort.
Agustín Cabrera Perdomo.
M@yo de 2017.