Don Juan Pérez y López de Tenésar. El Burlador de La Florida (Parte XII y última)

Por Agustín Cabrera Perdomo..
Agosto de 2017

Una erupción de la magnitud como la que asoló a gran parte de la isla conejera, no puede ser mejor escenario para poner fin a esta humilde recreación donjuanesca y en la cual el protagonista principal no es la figura del joven burlador de La Florida; la heroína con bemoles en este soñador relato es el de la joven Ginesa Chocho quien como doña Inés supo con astucia defender su honor y preservar de la codicia y envidias humanas aquel patrimonio que la suerte e intuición femenina pusieron en su camino.

La desaparición del personaje se hace necesaria para concluir la narración y que entre otras muchas cosas de las cuales me he arrepentido al escribirla, es el de haberla apellidado con la vulgaridad que lo he hecho aunque ese apelativo existe y lo llevan como un estigma muchas mujeres sobre todo de la hermana isla de Fuerteventura. A partir del último encuentro de don Juanelo y Ginesa, la historia carece de interés histórico fantasioso, pues su marcha de aquella dulce noche de anís y truchas, Juanelo partió en su renqueante montura hacia él hasta antes del cataclismo, fue su feraz cortijo familiar.
Al llegar, le extrañó no ver a nadie que viniese a recibirlo, todo parecía desierto; la casa estaba vacía y por lo que pudo deducir, apresuradamente se habían llevado los muebles y enseres más valiosos de la casa. Fuera, en las gañanías y corrales también había ni rastro de los animales.
Juanelo cruzó el patio atacado por unas nauseas de órdago que le producían los vapores del anisado adulterado por Ginesa, y que había terminado de nublar su ya confusa mente. Sin preámbulos ni interés por saber del porqué de aquel silencio roto esporádicamente por el estruendo orgánico de sus vómitos de pasta de garbanzos y el del fluido magma que escupía un nuevo y cercano cráter que había reventado en los viñedos del poniente; dentro de los límites del cortijo y que fue la razón de la apresurada huida de los habitantes de aquel hoy peligroso enclave agrícola.
Juanelo se fue directamente a su cuarto, situado en una troja a la que se accedía por una escalera de piedra toscamente labrada y que logró culminar no sin esfuerzo hasta alcanzar el balconcillo que daba acceso a la habitación; empujó la puerta entre sulfurosos vapores y temblores de tierra para muerto y exhausto, dejarse caer en el lecho, en aquel tálamo donde tanto latrocinio amoroso había cometido seduciendo a un sin fin de mujeres que habían sucumbido a su indudable atractivo. Un profundo sueño, hizo que sus párpados se cerraran al mismo tiempo que una brillante luz pareció taladrar su cerebro y proyectarle sus más íntimos, burlescos y cobardes recuerdos.
Desfilaron por su mente los gozos y llantos de las familias de aquellas desengañadas mujeres que participaban ahora en forma de oníricas Amazonas vengadoras que iban agrandando su culpa que le aplastaba la mente en sus últimos delirios.
Cerrando aquel hermoso cortejo, resaltaba la belleza resplandeciente de Ginesa quien lucía la refulgente diadema de pedrería sobre sus sienes. En un supremo esfuerzo Juanelo levantó los brazos hacia ella pero encontró en su dulce mirada la perdida esperanza de poder salvarlo. Juanelo se sintió desamparado ante aquel cortejo femenino que le señalaba con dedo acusador, determinante y surgiendo en su alma, la soledad a la que le había llevado su existencia disoluta y pendenciera por todos los rincones de la isla. Juanelo no era consciente de lo que estaba ocurriendo en el exterior de la casa, el aditivo que en el anís había puesto Ginesa según recomendación de una vieja santera del Mojón y que le fue administrado con la sana intención de curarle los males licenciosos que padecía, por sus profundos efectos, lo mantenía hasta ese momento en una soñolienta y despreocupada realidad. Nada le preocupaba más en esos momentos cruciales que sus pecaminosos recuerdos y la desaparición de aquellas figuras femeninas que huían convertidas en espeso humo por el tragaluz del cuarto. Los efectos del bebedizo fueron más radicales de lo previsto por la santera para curarle para siempre su disoluto comportamiento y era esa la esperanza y buenos propósitos de Ginesa con respecto a su amado, pero se vieron truncados por los devastadores efectos de aquella imprevista erupción. En el último segundo cósmico de su existencia: Juanelo volvió a la realidad y al no tener un Comendador, un “uomo di sasso” o “un uomo bianco” que le ofreciese la mano para salvarlo, recurrió al recuerdo de su anciano abuelo que como una lúgubre sombra hizo su aparición en el dintel de la puerta, le ofreció la suya a la vez que con voz de ultratumba pronunciaba aquello de ¡pentiti scellerato! Toda aquella representación se desvaneció de repente ante el inmenso calor que invadió la habitación; la carpintería de la ventana ardió de forma instantánea para dar paso por el hueco de la misma, al impetuoso torrente de magma incandescente que en cuestión de segundos redujo el cuerpo de don Juan Pérez y López de Tenésar, con sus glorias y miserias a formar parte de la energía o materia oscura del Universo.

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