Don Juan Pérez y López de Tenésar. El Burlador de La Florida (XI)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Cuando Cabezatopo y sus huestes usaron la hoy llamada Cueva de Anna Viciosa como inaccesible y arcano refugio, es que huían de las muchas persecuciones que sufría aquel intrépido y temido pirata majorero y del cual se decía que había ocultado en ella o en sus cercanías; parte del botín de sus saqueos y villanías. En la que fuera inaccesible cueva de secreta y única entrada que accidentalmente fuera descubierta por la sagaz intuición de Ginesa chocho durante su autosecuestro voluntario, primero para intentar salvar su honra de los acosos de Juanelo y luego para encontrar el cuerno de la abundancia que fue causa de la repentina riqueza de la familia Chocho.


La intrepidez marinera de nuestro corsario familiar en su frágil pero maniobrera embarcación, le permitía adoptar la arriesgada estrategia de acercarse a tierra por la zona del Risco Negro al verse perseguido y amenazado por sus congéneres de la rubia y pérfida Albión. Cabezatopo lo hacía a través de un canal natural que solo él conocía y donde afirmaba el barco de proa a una enorme argolla de bronce que en las grandes mareas dejaba ver su pulido y verdino metal casi a ras del agua en los días de calma chicha.
Los ingleses; sanguinarios piratas y corsarios a los que su propia Reina nombraba Caballeros de la mar Océana con el título de Sir, lo esperaban durante días al pairo o acuartelados frente a la peligrosa costa a la que no se acercaban por temor a posibles embarrancamientos en alguna de las bajas que podía significar la pérdida del navío y la masacre posterior por parte de los esbirros de Cabezatopo que los vigilaban desde varias atalayas del negro acantilado. Los corsarios ingleses cansados de la infructuosa estancia en aquellos inhóspitos cantiles, se hacían de nuevo a la mar a esperar una nueva ocasión con la cual poder echarle mano al astuto majorero. En otras ocasiones fueron las malas condiciones meteorológicos las que los hacían desistir de sus propósitos de capturarlos vivos o muertos.
La entrada secreta de la cueva descubierta desde dentro por Ginesa, se encontraba a unas dos millas desde donde quedaba el barco asegurado y firme y hacia ella se encaminaba parte de la tripulación con los beneficios de sus últimas rapiñas. Allí pasaban el tiempo necesario para aprovisionarse y hasta que el horizonte quedará sin el menor atisbo de alguna embarcación con la temida enseña pirata con las blancas tibias cruzadas bajo la calavera.
A tres millas de la costa entraban en contacto con un pastor llamado Angustio Cabrero que vivía con su familia, la cual les suministraba principalmente queso y carne de cabra y cochino salada y de la que los piratas hacían abundante acopio cuando se hacían de nuevo a la mar y a quienes pagaban generosamente, por el género y por guardar celosamente el secreto de su llegada, estancia y partida.
El agua la obtenían de los salobres manantiales que nacían bajo el Risco de Famara y para ello, fondeaba frente a Las Bajas donde todavía dicen la zona de Las Cañas. La última visita de aquellos aventureros a la cueva del tesoro donde habían guardado los ahorros de toda una vida de abordajes y saqueos, fue con la intención de engrosarlo con las últimas capturas y repartírselo entre ellos según rango y categoría. Según cuenta la leyenda; estos buenos deseos e intenciones se vieron truncados tras un desigual encuentro que tuvieron en alta mar con un sanguinario inglés traficante de esclavos, quien después de apresarlos; incendiaron y hundieron su barco colgando del trinquete a Cabezatopo después de haberlo pasado cinco veces por la quilla. Al resto simplemente los lanzaron por la borda y fueron pasto de los tiburones.
Hasta mediados de SIGLO XX, la creencia y existencia de un tesoro escondido siempre estuvo en la mente de muchos habitantes de Tinajo y sus contornos, familias con peones asalariados salían al obscurecer hacia las pocas costas arenosas de la comarca donde dejaban grandes socavones en las playas después de una noche de arduo trabajo a la luz de la Luna y los faroles de petróleo. El misterio del enriquecimiento casi repentino de aquella familia Tingafeña, estuvo siempre bajo sospecha entre los vecinos, pero como de una manera u otra las inversiones que hacían repercutían en el bienestar de muchas familias, todo se fue encauzando aunque la leyenda de los tesoros olvidados por los piratas, mantuvo vivo el afán de búsqueda de dichas e hipotéticas riquezas.
Como era de esperar nadie reclamó nunca la propiedad de aquellos bienes que solo supo de parte de su existencia el burlador venido a menos Juanelo Pérez; quien había quedado deslumbrado por una diadema plagada de pedruscos que se había colocado Ginesa para impresionarlo durante aquella fugaz cita con su amado tras los muros del aljibe grande y a las puertas de la ermita de San José en una fría y convulsa Navidad de 1730.

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