Por Agustín Cabrera Perdomo
El Arrecife de tiempos pretéritos, adolecía entonces de los más imprescindibles servicios públicos; no existía agua corriente ni alcantarillado y la electricidad era conectada solo durante determinadas horas. También creo recordar que a las doce de la noche tras avisar con un par de apagones previos e intermitentes; se interrumpía la corriente eléctrica hasta el día siguiente y por lo cual todo el mundo se iba al catre con los mismos derechos los unos y los otros para participar fehacientemente en el
incremento poblacional de la incipiente urbe capitalina. Otro servicio importante que se echó en falta en todo aquel pretencioso núcleo urbano, fue la urgente necesidad de retretes y mingitorios públicos pues cuando para algunos las necesidades fueron perentorias, -sobre todo gente del campo y de zonas alejadas del centro- sin disimulo ni recato alguno, enfilaban el camino del viejo Puente de Las Bolas y en la postura ancestral y con inconsciente previsión de futuros males de extreñimiento o constipaciones intestinales, ornaban con estampados marrones los márgenes del camino hasta casi llegar al Castillo de San Gabriel. En un tiempo posterior a esto que les cuento, un sin duda un concienzudo alcalde arrecifeño, ordenó la construcción de retretes junto a una de las torretas del monumental Puente de Las Bolas que consistieron en un cuartucho con un pequeño voladizo sobre la orilla de la marea y que; con dos anatómicos y troncocónicos orificios horadados en un murete, cumplían adecuadamente con la necesidad evacuatoria del personal. Los humanos detritus, caían a plan sobre la orilla y era la marea en sus flujos y reflujos la encargada del reciclaje ecológico de las -en días de fuerte brisa- volanderas deposiciones. A partir de una determinada hora del atardecer, el uso y disfrute del ventilado recinto por la ausencia de tapaderas en los agujeros, era para un popular indigente que transitaba con sus traquinas y menesteres por aquellos contornos de la Marina y que por la noche, convertía el recinto en su suite particular hasta la madrugada del nuevo día en que le despertaba la sirena de la Fábrica de Lamberti o algún apurado usuario que le tocaba con insistencia a la puerta.
Se preguntarán ustedes a qué viene este escatológico y apresurado relato escrito sin tiempo de contrastar la información sobre este asunto que me ha llegado oralmente a estos campos tinajeros y que me apresuro a comentar porque; aunque me parezca inverosímil la noticia es conocido por todos ese desmesurado interés de algunos por descubrir la pólvora, estos inefables que -por ejemplo- iban a contratar un equipo de arqueólogos para identificar las viejas murallas de la Marina y que por lo que me han dicho; quieren volver a reconstruir aquel tristemente famoso cagadero del Puente de Las Bolas: bolas son las hay que tener por tan solo haber pensado en la posibilidad de semejante majadería.
En lo que fue el Muelle King, también llamado de Las Cebollas o Muelle Chico, aún permanecen sepultadas bajo el pavimento del Parque Ramírez Cerdá, las tres escalinatas de piedra por las cuales antaño desembarcaron reyes, dictadores, viajeros y honorables visitantes como fueron Vernau, Leclerk y las hermanas Stone. Era este junto con el de La Pescadería, el único embarcadero que existía hasta que a principios del siglo XX entro en servicio el nuevo muelle al que los más viejos conocimos siempre como Muelle Grande. Ya en una ocasión reivindiqué la recuperación de las dichas escalinatas como recuerdo de parte de la historia del Arrecife marinero y años después comprobé que se había construido un mal remedo de una de ellas, de la más ancha, la que a media marea facilitaba la carga y descarga de los lanchones que traían y llevaban las mercancías y donde también limpio fondo a principios del XX la cañonera Eulalia de la Armada Real Hispana.
En definitiva y pidiendo disculpas a quien hubiese podido herir su sensibilidad, no creo que Patrimonio ni nadie estén tras la estulticia de recuperar aquel triste recuerdo de las urgentes necesidades fisiológicas de los arrecifeños de tiempos pasados. Espero que la tal idea haya sido producto de un exceso de celo conservacionista como el que obnubiló a la corporación que nos dejó en herencia las ruinas de la Rocar para asombro de visitantes y estudiosos de la arquitectura industrial de las conserveras Lanzaroteñas las cuales produjeron mucha riqueza para la isla, pero también los más tremendos e irreparables daños en toda la flora y fauna de las riberas de Arrecife.