Por Agustín Cabrera Perdomo.
Aquella revuelta mañana de febrero y en la sala de lo Penal de los Juzgados del Puerto, Rómulo Quevedo, encogiéndose de hombros y mirando a los ojos de su interlocutor, contestó a su pregunta diciendo: señor juez, «si le digo le engaño cristiano».
El señor magistrado que estaba recién llegado de tierras peninsulares, no entendió el sentido de la frase que de forma tan espontánea le había expresado el encachorrado tinajero y fue todo lo contrario, pues al oírlo el señor juez dio por sentado que aquel testigo pretendía colarle una trola de muy señoría mía. Ante la cara de pocos amigos que mostró el bisoño magistrado, Rómulo se ofreció al instante a estar más explícito ante las venideras y seguramente comprometedoras preguntas.
La cuestión que se dilucidaba en aquella vista tenía como testigo al tal don Rómulo a quien se había señalado como testigo presencial en unos hechos ocurridos hacía tres años y a instancias e indicaciones del denunciante de los mismos.
Rómulo Quevedo se había ya olvidado de aquel asunto, cuando inesperadamente recibió la notificación del Juzgado para que hiciese acto de presencia en las Dependencias Judiciales el martes próximo a las diez de la mañana. Ese día madrugó el hombre un poco más para dejar los asuntos de la casa y los animales resueltos hasta su regreso y que si no surgía contratiempo, dificultad u otra impredecible cuestión, pensaba estar de vuelta con La Gildez en la última guagua de la tarde.
El procedimiento quedó visto para sentencia, después de oír las pormenorizadas declaraciones del único testigo presencial y de los demás implicados en aquel aireado asunto de infidelidad, el cual – aunque incruento- había sido la causa de una furibunda reyerta entre burlador y burlado como nunca se había visto y posteriormente comentado en toda la isla de Los Volcanes. De pasión volcánica -la calificó el juez al referirse a los hechos y a su posterior sentencia- la de estos amantes cogidos in fraganti por el marido burlado y que éste, al ver cómo era mancillada y puesta en solfa su honorabilidad, quiso lavarla de inmediato en un intento frustrado de atravesarlo con una horqueta cegado por los malsanos e incontenibles celos. Fueron estos para el señor Juez argumento que sirvió de atenuante para el desafortunado y engañado cónyuge.
Los asistentes al juicio, que llenaban la angosta sala, esperaban con morbosa impaciencia las declaraciones del único testigo, ya que éste no lo había sido solo del atentado y posterior reyerta, sino por su condición de irremediable y vicioso rendijero, ya que noche tras noche y como conocedor de aquella enfermiza infidelidad de su vecina, acudía silencioso y embozado al lugar de las citas, donde era testigo ocular y auditivo de aquellos encuentros de reprimidos gritos e incontenibles jadeos de aquella irrefrenable pasión. Estas manifiestas y bulliciosas muestras de amores furtivos, hacían estremecer a los dos camellos y al burro que tenían como impasibles pero despiertos compañeros en aquel pajizo tálamo con afrodisiaco olor a estiércol fresco. Los camélidos con su flemática actitud y el pateo nervioso del jumento, parecían estar ya hartos de pasar sueño por tantas noches de las incontenibles pasiones humanas.
Junto al estrado apoyada en la pared del fondo de la sala por la parte del tridente, permanecía la horqueta que blandió el marido en su agresión y que en última instancia le lanzó a su rival cuando esté huía consciente del peligro que corría y que al cerrar la puerta tras de sí, vio como los dientes del punzante acero, atravesaban las carcomidas maderas de la puerta del establo. Los pies le llegaban al culo en su cobarde carrera, mientras la sombra del «rendijero» en fugaz movimiento se deslizaba tras los pajeros para tomar la vereda comunal y meterse en su casa con la excitación propia de haber sido testigo de semejante suceso. Rómulo al rato, se metió en la cama pero fue tanta la desazón durante aquella vigilia que decidió levantarse y meterse en el cuarto de Rosenda, la mujer que cuidaba la casa y con los ojos henchidos de deseo, le rogó que le preparase una agüita de pasote, pues tenía mucho dolor en los apéndices que le colgaban de la entrepierna. Usted lo que tiene es un fuerte dolor de huevos por las calenturas que se agarra yendo a ver como esos dos se revuelcan en la paja del establo del vecino, así que déjese de pasotes; arréglenselas como pueda y si no puede solo, tóqueme a la puerta pero con fundamento que de una buena verga, también yo estoy muy necesitada.
No soy proclive a relatar escenas eróticas y dejaré que la imaginación de cada uno se las arregle como buenamente pueda. Lo ocurrido aquella noche de pasiones, se supone que fue lo normal entre un hombre y una mujer, aunque en esta ocasión no hubo «rendijero» que contase lo ocurrido al amparo mudo de los muros del cuarto de la ya algo madura Rosenda Bonilla. Esta vez no había necesidad de dar explicaciones a nadie.
La sentencia para el agresor fue de un año y medio de reclusión menor y de exclusión mayor para el agredido, quien siguió consolando las solitarias noches de Fuencisla Mateo, pues era ese el nombre con el que fue recordada la señora en los mentideros del pueblo.
Den por supuesto que cualquier parecido con la realidad…..etc. etc.