A todos aquellos que leyeron parte de este relato a principios de noviembre de 2016, los amenacé cortésmente con una segunda parte y….. como: “el que avisa no es traidor”aquí está de regreso la pasional y volcánica aventura de don Juanelo Pérez y de la joven Ginesa Chocho, quien fuera la última víctima de su desaforado espíritu burlador.
Por Agustín Cabrera Perdomo
Corrían los últimos meses del año del Señor de 1730. Calendas trágicas aquellas en que iban a despertar en nuestra isla de Lanzarote; todos los demonios que habitaban en los infiernos cercanos y que hasta entonces habían permanecido en paz y sosiego para tranquilidad de la entonces paupérrima población.
Nuestra Isla estaba a punto de vivir el cataclismo eruptivo más violento que la historia nos ha dejado en noticias escritas y que durante casi siete años cubrió de lava y cenizas una buena parte del territorio insular. Las noticias de estos hechos que relato aunque parezcan inverosímiles y propios de un orate soñador y que llegaron hasta mí a causa de revelaciones onírico- telúricas, sufridas pocos años antes que me llegara esta postrera afición a la escritura. Otra fuente primordial que contribuyo al desarrollo de esta historia, fue la de haber podido llegar a tiempo de indagar en los rincones de la memoria de muchos ancianos que habían guardado bien celosa y oralmente durante casi dos siglos; una increíble historia de amores, desengaños y aventuras y que de padres a hijos, con más o menos fantasías añadidas durante los obscuros tránsitos del tiempo y de una imaginación irrefrenable, con algunos retazos entresacados también de los ya casi perdidos romances populares.
A la par en que aquestos demonios escupían lava y escoria desde las entrañas de la tierra durante aquellos seis largos años del siglo XVIII, en la segura y plácida tranquilidad de un cortijo al que llamaban de “La Florida” y emplazado en las vegas más fértiles del interior de la isla, iniciaba sus escarceos amorosos, un joven fruto de la unión matrimonial de una pareja de ricos y acomodados terratenientes: un varón al que habían bautizado con el nombre de Juan y de los cuales se decía y ellos se auto proclamaban como descendientes directos y herederos de la más rancia nobleza aventurera que llegó a las isla con los caballeros normandos a principios del Siglo XV.
Juan de Pérez y López de Tenesar, vivió una infancia regalada y distendida durante la cual, como único vástago que fue de aquel matrimonio y a quien sus caprichos le fueron siempre satisfechos por sus condescendientes progenitores, sin darse cuenta del pequeño monstruo que estaban despertando en aquel su único hijo. Con el paso de los años y hasta llegar a los treinta, Juanito se había transformado en un insaciable demonio para goce y llanto de doscientas treinta y ocho jóvenes isleñas y aunque no llegó a seducir ni a la cuarta parte de las infortunadas víctimas de los donjuanes literarios y operísticos famosos que en el mundo han sido, si se hizo merecido acreedor de esas dudosas hazañas de conquistador despiadado y en mayor medida de la ira que desató en otros tantos padres, hermanos y novios de las supradichas y deshonradas damas de toda clase y condición.
¡Quítate a ese hombre de la cabeza! le repetía una y otra vez Romualda Pires a su hija Ginesa a voz en grito –¿Pero no ves “josicua” que ese hombre no es pa ti? ella: ajena a todos aquellos sabios reproches maternales, permanecía sentada en el muro del patio esperando ansiosa y con la vista “esparramá” hacia los polvorientos caminos que por aquellos eriales se llegaba desde Mancha Blanca por el Norte y desde Yaiza por el Sur, hasta el hoy sepultado pueblo de Tíngafa.
La desdichada joven plegaba y desplegaba una y otra vez una arrugada planita de renglones emborronados y desvaídos por la acción de sus propias lágrimas. Manoseaba sobre sus rodillas aquel minúsculo papel, como queriendo darle la apariencia primorosa que tuvo cuando lo recibió en aquella aciaga tarde del mes de noviembre, en aquel rincón olvidado de la isla y en el preciso instante en que había empezado a convulsionarse las entrañas de la tierra y como se le convulsionaron a ella las suyas cuando recordaba aquella primera vez que sevencontró entre los brazos de su amado don Juan tenuemente iluminados por la mortecina luz de los candiles en un baile celebrado entre la sala y el patio de la casa de doña Luisa de Betancort. –Llámame Juanelo le había rogado poniéndole cara de carnero degollado: –Juanelo a secas mi amor –.
Ginesa no sabía leer y de esta fatal circunstancia era conocedor el mensajero que expresamente había ido hasta Tíngafa a entregarle en mano aquella nota amorosa como encargo personal del enamoradizo personaje y del cual ya se sabía en el pueblo de que el tal don Juanelo, era una buena laja conocido sobradamente por sus fechorías en todo el archipiélago e incluso por alguna inocente muchacha natural de la isla de La Madera, que recaló con su padre, quien fuera negociante que vino a la isla a comprar cebada, La incertidumbre que mostró Ginesa ante la presencia del señor Celestino Lepporello, –así se llamaba el recadero–, se ofreció galantemente a leerla comunicándole además, que ello iba incluido en los honorarios que ya habían sido satisfechos por el remitente, así como la espera y la redacción de la respuesta si hubiera de menester.
Pero Ginesa no estaba para dilaciones inútiles y menos después de haber escuchado aquel sinfín de halagos a su propia bonitura, a su airoso andar y a su inocente y límpida mirada. Incrédula y anonadada ante aquella inesperada catarata de cursilones halagos; sus ojos parecían no caberles en la cara por el asombro ante semejante desmesura. Aquellos adjetivos impresos, casi cantados por la abaritonada voz de don Celestino, le había puesto a galopar su apasionado pero inexperto corazón en los asuntos amorosos y que produjeron en la muchacha una extraña mezcla de miedo y amargo regocijo. Un fuego incontenible le recorrió el cuerpo de abajo arriba y le estalló en el rostro con tanta violencia que impresionó al pobre Lepporello; aquel servicial mensajero a quien durante la histriónica lectura de aquella amorosa epístola, se le habían encendido las mejillas y se le prendió de paso la incontenible llama de la pasión.
Tenía Ginesa la piel blanca como las cales del enjalbegado pueblo de Tingafa y como todas las jóvenes casaderas de la isla; se protegía de los rayos del Sol cubriendo totalmente su cuerpo, dejando solo al descubierto su bello rostro el cual quedaba bajo la protección de la divina providencia y los anchos vuelos almidonados del típico gorro de tela destinado exclusivamente a las núbiles aunque tuviesen la edad que tuviesen.
Don Celestino Lepporello, había sido un náufrago italiano que llegó a la isla a bordo de una chalupa que arribó accidentalmente por la costa noroccidental de Lanzarote de pura chiripa. Según él; habían sido víctimas de un motín perpetrado por un oficial que había propuesto a la “vil canalla de proa”, cruzar el Atlántico y dedicarse a la entonces fecunda rapiña piratica que ya había institucionalizado en aquellos tiempos la Rubia Albión. A él y al capitán de la goleta, los habían embarcado a la fuerza, sin víveres y casi sin agua en una frágil embarcación donde fueron abandonados a su suerte en medio del Atlántico.
Empujados por la corriente y la ayuda de un velacho, después de dos semanas lograron avistar una abrupta costa y pensaron que podían ser los litorales de la isla de La Madera, sin embargo; el haber dejando por babor a tres islotes aparentemente deshabitados, el capitán con sus largos conocimientos y experiencia náutica, dictaminó que era Lanzarote la isla que tenían que alcanzar si querían sobrevivir. La corriente y la brisa los acercó peligrosamente a la costa noroccidental y en un accidentado embarrancamiento, el capitán fue tragado por un remolino cuando tenían la playa a más o menos cien metros de la posible salvación. La chalupa había quedado varada y destrozada al ser arrastrada por la corriente contra unas traicioneras bajas.
El agotamiento, la desnutrición y también la mala estrella acabaron con la vida de don Otavio Peroti, el que fuera capitán de la goleta amotinada: aquel noble genovés desapareció en aquellas aguas atlánticas, para mayor desgracia y gloria de la Serenísima República Genovesa.
Celestino Lepporello, su fiel sobrecargo; fue rescatado por un mariscador que arrancaba lapas moviéndose entre el rebozo y los enormes callaos de la playa. Fue el único testigo del varamiento y la desaparición de uno de sus tripulantes, a quien -según contaba- se lo había tragado la mar casi en la orilla y desde donde él; se vió impotente y sin poder hacer nada para ayudar en su denodada lucha al otro náufrago que braceaba sin tino intentando llegar hasta los mencionados callaos que al impactar las olas sobre ellos hacían de rompeolas con el consiguiente apaciguamiento de su violencia. Sialo “El Chato”- como era conocido Marcial Guillén el mariscador- esperó con el agua por la cintura al exhausto Celestino que manoteando desesperado se acercaba poco a poco al robalaje y desde donde; por fin logró agarrar por los pelos al ya casi exhausto nadador, Lo arrastró hasta la orilla salvándole la vida por lo que siempre le manifestó su eterno agradecimiento. Después de repuesto del susto y recuperar fuerzas con un puño de gofio y queso curado, náufrago y salvador buscaron desde el litoral el cadáver del capitán, pero ni “jumo ni pelo jayamos del hombre ajogado” esto y otros hechos contaba “el chato”en las tertulias y cabildos muchos años después que el silencio volviera a reinar ahora tal vez más solitario por el todavía humeante territorio calcinado.
Pasados los años Lepporello, hombre medianamente ilustrado, de figura más bien rechoncha y con una prematura y pulida calvicie, había cosechado entre la población de la isla, cierta fama resolviendo y arreglando pleitos y majaderos contenciosos, la mayoría de ellos domésticos y en labores como la narrada al principio y que por su verbo florido y teatral, era requerido para estos menesteres de cartero portador de buenas y malas noticias.
Durante aquel año de la declaración amorosa y por escrito de Juan de Pérez a la joven y bella Ginesa Chocho, un vecino de Tinguatón le había escrito al señor cura itinerante de la comarca, una nota donde le manifestaba que el tal Juanelo, había mancillado el honor de su hija además del suyo propio y que después de lograr su deshonesto objetivo con promesas matrimoniales; la había abandonado miserablemente dejándola inconsolable y bañada en un mar de lágrimas.
– ¡¡Cuando lo tenias encimba seguro que no llorabas!!,- le había espetado la madre con o sin razón.
Enterado este iracundo padre que se habían proclamado las amonestaciones pertinentes en la parroquia matriz de Nuestra Señora de Guadalupe, entre Juan de Pérez, natural de la Florida y una bella moza de La Vegueta, el padre suplicaba al cura, que intentase poner fin a aquel enlace y hacerle reparar el daño ocasionado a su hija obligándolo a casarse con ella, pues ya lucía una pequeña pero inequívoca hinchazón en el bajo vientre. Terminaba la nota con una relación de nombres de jóvenes que había recopilado y que al parecer habían sido seducidas por aquel isleño y silente burlador mal nacido. Y no fue por la intervención del cura por lo que se retrasaron aquellas anunciadas a bombo y platillo nupcias entre Juan de Pérez de Tenesar y la bella joven Veguetera, pues éste, siempre llevaba sus conquista hasta el “último momento” haciendo uso de alguna exagerada disculpa o invocando a sus congéneres del infierno, que hacía que la boda se retrasara sin determinar una nueva fecha; hecho este que también sembró la desesperación e incertidumbre entre la familia de la novia, la cual veía con horror una incipiente y también inequívoca prominencia abdominal en la esbelta y otrora estilizada silueta de su única hija.
Continuará….