Don Juan Pérez y López de Tenésar. El Burlador de La Florida (III)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Juanelo llegó a las primeras casuchas, de Tingafa “cahliando” y con la yegua
ya casi exhausta, cogía resuello al tiempo que se acercaba a la casa donde pensó — que después tv tanto riesgo– hallaría a la joven Ginesa sana y salva. A voz en grito, pronunció con disimulado desespero el nombre de la muchacha, y después de tanta insistencia, Ginesa: envuelta una mantilla blanca, surgió como una aparición tras el muro del corral de pajeros donde ya ardían la mitad de ellos; Ginesa sufría un ataque de tos incontenible debido a la “jumasera” que ocupaba casi todo el aire.

Juanelo; corrió hacia ella y se postró ante sus pies, pues en un principio creyó que era Nuestra Señora la Virgen de los Volcanes la que venía en su ayuda, pero al percatarse de la falta de la media luna de purpurina plateada a los pies y convencido que él no era merecedor de semejante aparición taumatúrgica, pensó a su vez con un atisbo de arrepentimiento; que dicho milagro estaba aún por suceder y que la protagonista, sería una humilde pastorcilla del lugar y que en estos casos de apariciones milagrosas casi siempre ha sido figura recurrible e imprescindible en estos acontecimientos. Efectivamente fue a la núbil tinajera Juana Rafaela a quien años más tarde, una señora de negro la escogería como la pastorcilla que escuchó las palabras de la enlutada Señora que le dijo: ¡¡corre corriendo mi niña ve y di a tus padres lo que te he dicho !!….pero esa es otra historia miles de veces contada y que se interpretó incluso con volcanes pirotécnicos durante las patronales fiestas y que fue pretenciosamente elevada a la categoría de Auto Sacramental.
Volviendo a nuestro romántico y casi trágico reencuentro, Juanelo sé levantó de su postración a la vez que levantó el velo que tapaba el rostro de la aparentemente frágil figura que tenía delante y constatar que tras el blanco lino se encontraba el rostro resplandeciente de su hasta ahora inalcanzable Ginesa Chocho.
–Pensé que no llegaría a tiempo de encontrarte a salvo adorado bien mío–
Le dijo a la muchacha entre las sacudidas de la tierra bajo sus pies, la cual se echó en sus brazos bañada en lágrimas y sin poder pronunciar vocablo alguno debido a un continuo y prolongado suspiro sobrevenido después del aquel persistente e inoportuno ataque de tos. Por la inestabilidad del terreno y un repentino desmayo, se trajo al piso a la pobre Ginesa a quien Juanelo recogió con irreconocible delicadeza y después de hacerla volver en sí, la reanimó con una taza de agua de pasote.
Una vez repuesta y con su venia, el pérfido Juanelo la acomodó en la grupa de la yegua y se encaminó de regreso hasta el refugio del obscuro acantilado al que llamaban Risco de Cabezaperro.
Durante el trayecto y cuando la alborada hizo notar su presencia con un nuevo amanecer; Juanelo presintió primero y vio más tarde, el repentino relumbrón de un albino cráneo que con los primeros rayos solares incidían sobre él y que lo hicieron brillar como blanca y pulida bola de billar. Esta circunstancia le convenció que el propietario de aquella monda y lironda cabezota que surgía en raudas apariciones, ora tras un soco de piedra, ora tras un morro plantado de piteras, le resultó sospechosamente familiar y que los venía siguiendo desde que abandonaron el caserío de Tingafa, el cual ya casi había sido sepultado por las escorias y el lapilli expulsados violentamente por el cráter del volcán actualmente conocido como Pico Partido.
A Celestino Leporello, aquellas escenas que observaba furtivamente, escondido para no levantar sospechas de que eran seguidos aquel que pretendía rescatar a la ragazza lo que él consideraba un secuestro aunque ella parecía encontrarse muy a gusto abrazando a Juanelo por la espalda para no caerse de la silla. Se habían alejado bastante del lugar de las erupciones y el fragor de las explosiones se oía como un rezongo lejano debido a la violenta fuerza y dirección en sentido contrario del viento. Cuando llegaron a las riberas del mar se sintieron más seguros, pues para, para alcanzar el refugio fortaleza apenas quedaban doscientos metros. La impaciencia por llegar de Juanelo, contrastaba con las dilaciones en el andar que Ginesa aduciendo las intenciones del hombre de sus sueños, de su adonis exclusivo, de su hermoso y enhiesto ídolo.
–no creo que su merced, vaya a obligarme a pernoctar con usted, sin que antes La Santa Madre Iglesia sacramentalmente nos declare “marío y mujé”
–Dios me libre de semejantes tentaciones -le susurró al oído mientras la abrazaba y miraba de reojo esperando ver la bombilla del italiano, muchos años antes que Edison la inventara. Ginesa reaccionó ante aquella fulgurante y sutil promesa actuó con frialdad, hasta dudar si aquel incontenible deseo que había sentido entre los brazos y los callaos de la marea resonando en su cerebro, tramaba desde hacía rato como podría superar la tentación ante la proximidad del hombre amado, al calor y la suavidad de las zaleas de cabra que servían de cómodo lecho y que tapizaban el suelo de terracota de aquel encaramado e inaccesible refugio. Con la ayuda de Juanelo, Ginesa; ya predispuesta a una resistencia numantina de su honor, subió por la escala que colgaba de una especie de tronera que servía de entrada. Con agilidad felina trepó por la escala al mismo tiempo que pensó en su plan, e hizo que en un pis pas, tomara posesión del baluarte. Juanele a verla a salvo, soltó la escala para amarrar la yegua, mientras ella, en un alarde de destreza y rapidez mental, puso en práctica su improvisado plan para intentar mantener su virginidad; recogió la escala con prontitud dejando a Juanelo, perplejo y con la mirada perdida en el lejano horizonte cagándose en todo lo que se meneaba por aquellas orillas tormentosas. Una vez sintiéndose segura, Ginesa inspeccionó aquel amplio antro ornado con ramas de coral negro, conchas marinas y toda clase de “jallos” que debieron aparecer en su día por aquellas obscuras playas de arena negra. Una botella con lo que parecía ser una burda miniatura de una goleta, otra, con un mensaje indescifrable, la vieja gorra de un hipotético corsario y una bandera con la carabela y las tibias cruzadas que servían de cortina a un pequeño reducto donde se amontonaban cofres de madera y trozos de cerámica aborigen y lo más llamativo de aquel rimero era un ánfora romana sin ningún deterioro. Una vez inspeccionado su recién conquistado baluarte, comprobó que con las viandas y el agua potable con que tenía aprovisionada Juanele la cueva, podía sobrevivir una semana o diez días y que si se apretaba un poco el cinturón, cosa por otra parte que no le vendría nada mal a la joven, ya que unos ligeros pliegues en las caderas indicaba la ingesta de una dieta rica en proteínas y grasas saturadas. Oyendo los ruegos y lamentos de Juanelo, saltando como un poseso por los riscos pedregosos de la costa, Ginesa; con un ingenio fuera de lo común, le comunicó a gritos sus intenciones planeadas durante su ascensiones para hacerle ver claramente que aquello de “te quiero bien mío” y otras zarandajadas que hacía solo unas horas habían salido de su boca, estaba dispuesta a aceptarlas después que el cura que los casara terminara la ceremonia con aquello de “yo os declaro marido y mujer” Juanele desde su posición le prometió todo eso y más, pero por Dios le pidió que le echará la escala, que se iba a morir allí de frío. Ginesa le contestó tirándole un par de zaleas para que las usara como mantas de abrigo, le recordó parte de las fechorías que había hecho a lo largo de su vida y que hizo constar por escrito en unas libretas de dos rayas, de las cuales; catorce de ellas guardaba en un cofre donde se deshacían por la carcoma, el moho y la “maresilla” de la marea. Toda una vida de furtivos y embustes amorosos de toda clase y condición desaparecían lentamente en su secreto escondite de filibustero.
Durante la primera noche de su estancia, le costó conciliar el sueño y durante las veces que se despertó angustiada por el lejano fragor de los volcanes, notó que la llama de la vela parpadeaba ligeramente como si una casi imperceptible corriente de aire fuese la causante de ello. Solo tenía por la tronera que daba salida al exterior una pequeña entrada de aire. Se volvió a dormir con el pensamiento que aquel tenue desplazamiento del aire, tendría que tener una explicación y ella estaba dispuesta a descubrirlo.
Juanelo durmió aquella noche teniendo como única y cálida protección contra el frío y la humedad el soco que le proporcionó su yegua, las zaleas que le tirase Ginesa y un cobijo de piedra y palma seca donde pasaban la noche algunos de los pastores que acudían en su época a las apañadas.
A la mañana siguiente una fuerte discusión se había entablado a los pies de la cueva, sigilosamente Ginesa observó lo que ocurría a través del hueco de la tronera vio que los interlocutores eran Juanelo y el propio don Celestino, el propietario de aquella brillante y movida pelona que los había seguido para poner remedio a la indefensa situación de Ginesa. Calmados los ánimos de ambos contendientes, Juanelo puso al corriente de la situación y los acontecimientos ocurridos el día anterior, al italiano, a quien su pena por la ragazza
se había truncado de repente en admiración por el coraje y valentía que había demostrado la muchacha ante los hechos relatados. Le costó al italiano confesarle a quien había sido su amigo, que se había enamorado hasta las tachas de aquella joven y que estaba dispuesto a luchar por ella llegando hasta donde fuera necesario.
Así estuvieron los pobres tres días hablando y discutiendo y comiendo cangrejos guisados mariscos que cogían por la noche a la luz de un mechón y con el agua que racionalmente les gindaba Ginesa desde las alturas.
Continuará……

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