Por Agustín Cabrera Perdomo
La relación entre Juanele y Celestino en aquellas jornadas de obligada convivencia, había pasado del odio -no al amor precisamente- pero si reanudar la cordial relación que habían tenido entre ellos, antes de la visita de Celestino a la joven para plantearle mediante carta los amores que por ella sentía Juanelo Pérez.
Los dos enamoradizos personajes, Instalados en las chozas de los pastores justo bajo el risco y donde en sus alturas ejercía su corto reinado la sagaz Ginesa Chocho. Ambos esperaban ansiosos su reaparición por el hueco de la tronera del fortín, cosa que ocurrió al poco tiempo y que al verla sana y salva, se incorporaron de sus improvisados lechos de algas y sebas secas, tomando la iniciativa Juanelo quien a gritos que apagaban los rugidos de las olas, le propuso que echara la escala para acabar con aquella situación; para hablar serenamente del plan a seguir que garantizaría su integridad física y moral y de paso acabar con aquella deplorable situación a que los tenía sometidos y abandonados a la intemperie. Ginesa no se molestó en contestarle, les guindo un recipiente con algo parecido al café y unas rebanadas de pan duro, que les supo a los prójimos, como gloria bendita. Ginesa, con la conciencia más tranquila y repuestas sus fuerzas, inició su tercer periplo hacia las entraña de la tierra, en busca de una salida que junto a la ya conocida corriente de aire esperaba que la condujese a esa posible entrada secreta, que estaba seguro encontraría.
A medida que avanzaba, el angosto túnel iniciaba una ligera ascensión, la llama del mechón casi en horizontal y una incipiente y tenue claridad, le indicaron que el trabajo estaba a punto de concluir. Con cierto esfuerzo Ginesa fue retirando las piedras que tapaban la ansiada entrada y salió al exterior. Se encontró entonces en un bosque de bobos, aulagas y una alfombra de barrilla y cosco que camuflaban perfectamente aquella hondonada en el terreno. Ginesa respiró profundamente el aire cargado de yodo por su largo trayecto sobre el Atlántico que la hizo revivir y donde exhausta a causa del esfuerzo, se quedó profundamente dormida mientras; en la lejanía, una lengua de hirviente lava y escorias incandescentes seguía su avance hacia la costa dejando pequeños islotes a lo largo de su imparable avance.
La despertó a media tarde una bandada de perdices que en su ruidoso retorno vespertino, le pedían a su manera que aquella intrusa abandonara sus dominios.
Impresionada por las prisas de las “alperdices” y el paso veloz de la tarde, Ginesa volvió a desandar el camino dejando la entrada tal cual la encontró no sin antes asegurarse de la ubicación tomando marcas y referencias geográficas del lugar.
Esa noche en la soledad de su cueva y arrullada por el sonido del mar, Inés trazó su plan para el buen uso de aquel tesoro encontrado y que lo defendería como una fiera, pues estaba convencida que por los riesgos y avatares sufridos, le pertenecería para jamás y siempre.
Pensó y decidió durante la noche que donde más seguro estaría, sería allí mismo, donde lo había encontrado y que sería su secreto mejor guardado.
A la mañana siguiente, la escala de gato por la cual había ascendido hasta la cueva, pendía balanceándose por la brisa, Ginesa y la yegua habían desaparecido sin dejar rastro. La sorpresa y la cara de atontaos que se les quedó a Juanele y al italiano fue un verdadero poema. Juanelo subió hasta la cueva por la escala que Inés había dejado colgando y una vez arriba, observó que esta había hecho majo y limpia con las viandas y las calabazas de agua estaban secas como el esparto. El resto del habitáculo estaba en perfecto orden, revisó palmo a palmo la cueva y ni rastro, todo .limpio y ordenado como correspondía a una mujer de la época y de su casa.
Continuará.