Don Juan Pérez y López de Tenésar. El Burlador de La Florida (VII)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Las semanas transcurrían con la intranquilidad yacente en los evacuados que veían como aquella descomunal erupción, apenas disminuía su actividad telúrica, al contrario, cada vez más bocas de fuego se abrían, aunque de momento se concentraban en las llanuras cercanas a la costa de la zona occidental de la isla. El lento avance de los magmas y lo previsible de su trayectoria, permitieron que los moradores de aquellos pequeños caseríos de la zona, pudieran ponerse a salvo trasladándose con sus animales y enseres hacia los lugares donde se suponía estarían relativamente más seguros de las amenazantes lavas incandescentes.


El Rodeo, Santa Catalina, Ganso, Tingafa y algún otro que no recuerdo, fueron las aldeas o pueblecitos que uno tras otro cayeron sepultados y perdidos para siempre, unos por el basalto fundido que brotaba de aquellas bocas procedentes del infierno magmático y que se gestaban en las profundidades por rozamiento de las placas tectónicas y otras por la lluvia de cenizas y lapilli que impulsados por las erupciones subían hasta los mil quinientos metros y luego, empujados por el fuerte viento fueron cubriendo gran parte de extensos campos de cultivo.
Asoliándose como toletes, sentados sobre las pulidas rocas costeras bajo la cueva, con las caras de idiotas que se les quedó al darse cuenta de la tremenda quintada que la sagaz Ginesa les había propinado con alevosía y nocturnidad además de dejarlos compuestos y sin novia.
Juanelo y Celestino llevaban así un buen como petrificados, sin saber qué decirse, mirándose el uno al otro hasta que al fin reaccionaron con la intención de emprender el camino de regreso. Pero antes; acordaron y juraron por Dios, mantener los hechos acaecidos como un secreto inviolable, quien de los dos se le ocurriese desvelar la cuestión, se arriesgaba a lo peor. Juanelo sobre todo no podía echar por la borda su currículum de conquistador y llegar a ser el hazmerreir de toda la isla. Al final, decidieron seguir tras las huellas de Ginesa por el único sendero que subía hasta Tinajo, para desviarse antes de llegar, por el camino de las Calderetas de Yacen y tras Timbayba y llegar así a Tiagua e informarse allí a través de los vecinos el rumbo que había tomado la muchacha.
Sr. Marcial Cabrera, les ofreció cobijo pero Juanelo con el beneplácito del italiano, decidió seguir el sendero que desde la cuesta de los Vignoli, seguía hasta enlazar con la vereda que discurre a los pies del volcán de Tamia y soportando el calor de aquel mediodía memorable decidieron que en un par de horas, en un par de horas estarían en el cortijo de La Florida. Llegaron exhaustos y casi deshidratados, los perros salieron a su encuentro ladrando desaforados viendo que dos intrusos indigentes; venían a importunar a los amos que desconsoladamente lloraban la pérdida y desaparición de su único vástago.
Don Rosendo al escuchar la voz de su hijo, saltó de la cama a medio vestir y corrió hacia la puerta del dormitorio dando gritos como un poseso: su mujer, que dormitaba en la mecedora del corredor con la aguja y el huevo de madera zurciendo calcetines en el regazo, despertó bruscamente al sentir y ver la precipitada salida de su marido en ropas menores. Doña Peregrina quiso seguir sus pasos, pero fue tan violento el impulso que dio a la mecedora para ponerse de pié; que esta se balanceó en demasía hacia atrás y se quedó en el punto muerto de lo que parecía el equilibrio perfecto pero que solo duró décimas de segundo. Al final, como la ley de la gravedad actúa para todos por igual; hizo que la trayectoria de bajada fuese la no esperada, ósea que dejó a doña Peregrina con las patas arriba garrapateando entre el rebrujir de los almidones de sus enaguas y con los calcetines de don Rosendo desperdigados por el suelo más el huevo de madera rebotando por toda la sala al compas de los gemidos lastimosos de la señora, pidiendo ayuda ¡por Dios, que venga alguien a “incoporame ” decía con la forzada finura dialéctica que suele dar el dinero.
La llegada del hijo perdido, hizo olvidar a doña Peregrina el incidente de la mecedora y aunque el toletazo la había dejado dolorida y con algún que otro cardenal purpurado, no fue esto causa suficiente para dejar de expresar su inmensa alegría por el regreso del niño.
Juanele y Celestino, demacrados y sucios, se habían ido directamente a la cocina, donde la vieja cocinera batía unos güevos para escalfarlos dentro del caldero en que hervía un caldo de papas de la tierra que iba a ser la comida de ese venturoso mediodía en la casa de los Pérez de Tenesar. Los aromas que despedía el cilantro y aquellas papitas nuevas, eran como para resucitar a un difunto bien muerto. Juanelo destapó el caldero pero Ramona, dándole un golpe en la mano le dijo:
— ¡Ponte quieto niño! “entoavía” le falta el reposo–
En ese instante y casi en tropel, hizo su aparición en la cocina don Rosendo, al que se le saltaron las lágrimas al ver de nuevo a su hijo sano y salvo y con el que se fundió en un abrazo al tiempo que le preguntaba qué había sido de la yegua. –Es una historia muy larga padre– contestó mirando de reojo a Celestino.
Doña Peregrina, después de un abrazo interminable que dejó al muchacho sin respiración, le dijo entre sollozos: –¿pero ande has estado mijo? ¡Mira como vienes encachazado por lo negro y flaco que estás. Casi fue la misma respuesta que dio a su padre que no convenció a la mujer, que seguía insistiendo para que le diese noticias.
–¡Seguro que hay mujeres de por medio baladrón!– le dijo con indisimulado orgullo de madre telenga al tiempo que se echó mano a la cadera quejándose de las consecuencias del talegazo que se había dado hacía solo unos minutos.
–Bueno, bueno, ya hablaremos: ahora el macarrón y yo vamos a comer que hace tres días que no lo hacemos con fundamento y estamos metidos en fatiga.
Continuará…

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