Don Juan Pérez y López de Tenésar. El Burlador de La Florida (VIII)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Han pasado casi tres meses y la actividad volcánica ha ido sufriendo diversas fases de calma e intensidad y es por ello; que la población dentro de su preocupación por lo extraordinario del acontecimiento, se sentía algo más segura por la relativa tranquilidad y el previsible comportamiento que habían ido tomando las erupciones.

La gente se fue adaptando a vivir entre aquellas convulsiones que sacudían parte de la isla, aunque se estaba en los primeros meses de un cataclismo que iba a durar casi siete años y que dejaría la zona central y occidental de la isla como un gigantesco cenicero. Don Agustín Álvarez Rixo, en uno de sus trabajos literarios menciona unas declaraciones del escribano Público don Matías Rancel y que nos pueden dar una idea de la realidad de algunas etapas: “tanto se fueron familiarizando con aquel espectáculo, que como la lava parece que por razón de su densidad y pesadez y por lo llano de la tierra corría muy lentamente, los muchachos iban a jugar a ella, haciendo casitas y paredones de piedra seca delante de donde había de pasar, para verlos ir cayendo mezclándose, y sepultándose sus piedras en el encendido torrente”.
El clima extremo que padece y goza la isla durante todo el año, hace que las temperaturas sufran una bajada del termómetro de hasta quince grados de diferencia del día a la noche, sobre todo en las cotas geográficas más elevadas y que por estas circunstancias para las familias procedentes de zonas más templadas y que se habían establecido en la zona de Los Valles; acondicionaban sus precarias chozas y viviendas para sobrellevar la crudeza de las frías noches isleñas, especialmente desde mediados de noviembre hasta finales de Marzo.
Entre aquellas humildes construcciones destacaba por su mejor ejecución y robustez, la de la familia de Vicente Chocho pues a las pocas semanas de la reaparición milagrosa de su hija Ginesa, fue notorio el trasiego de camellos transportando serones de cal viva desde los hornos de La Villa y otro tanto de arena de los barrancos cercanos y que casi una caravana de camellos iba descargado en lo que según indicó Ginesa sería la era de lo que poco a poco iba tomando las características de la mansión de un cortijo. Dos maestros pedreros fueron contratados para labrar las cabezas de piedra de las esquinas del frontispicio, ayudados cada uno de ellos por dos y tres peones mamposteros.
En la cercana Villa de Teguise, la artesanal industria de la carpintería, trabajaba la dura tea y riga venida de La Palma casi en exclusividad para aquella repentinamente acaudalada familia de Tingafa y que había llegado a la zona hacía unos meses secos y pelaos como la mayoría de los
A Juanelo Pérez, se le había visto rodando por los contornos a lomos de su recuperada yegua, la cual había sido devuelta por parte de Ginesa, la cual había encargado a su hermano Isidro que se la llevase al cortijo de La Florida, lugar donde la recogió no sin sorpresa el propio Juanelo. Entre la albarda y la silla de montar, Ginesa escondió una nota manuscrita, donde le preguntaba si la causa de su ausencia por Los Valles era el temor de que ella hubiese contado su aventura troglodita y que podía sentirse tranquilo: pues ni se lo había contado a su madre ni absolutamente a nadie y que tenía necesidad de verlo ya que se sentía acosada por las frecuentes visitas de Celestino Leporello, el cual se partía la espalda haciendo méritos en ayudar como mano de obra en la nueva vivienda que se construía en tierras casi colindantes con el Cortijo de Manguia.
El afortunado naufrago italiano en vez de a la hija, a quien tenía encandilada era a su madre: Rosenda Pires, la cual no paraba de comentar con las vecinas la buena educación y finos modales del napolitano, y que en su mente casamentera ya le estaba armando planes de matrimonio para su hija Ginesa.
-Mira que Vicente debía tener sus buenas perritas ahorradas- se comentaba maliciosamente en los cabildeos de la vecindad al ver día tras día el poderío económico de los Chocho y cómo se levantaban con premura recios muros para aquella pretenciosa vivienda y la rápida adquisición de los terrenos colindantes, dos fanegadas de buena tierra que precipitadamente le vendieron dos hermanos solterones los cuales; acojinados por la magnitud del desastre habían salido como escopetas rumbo a tierras americanas que la Imperial España aún conservaba de su extensa conquista.
A Juanelo, una vez leída la nota: le empezaron a temblarle las piernas por la emoción, y fue entrarle tal cagalera al hombre, que carta en mano tuvo que salir pitando a poner otra con su respuesta, está con verdadera urgencia pues así lo vieron correr para llegar con tiempo a las letrinas de los corrales del cortijo.
Aquellas cuatro letras de Ginesa, sentaron al gran Juanelo y su deteriorada autoestima como un bálsamo benefactor, pero; cuando terminado de releer las últimas líneas de la posdata con un “te espero amor y salvador mío” le entró una feliz laxitud ya que lo citaba para un encuentro al atardecer del día de Nochebuena al soco de los muros de la ermita de San José, el pequeño oratorio hoy en ruinas, situado en la Vega advocada al mismo Santo.
Estuvo Juanelo a punto de usar la carta del modo en que tantas veces y en lenguaje coloquialmente escatológico suele aún oírse cuando se siente desprecio por algo y se amenaza con hacer mal uso de la cosa pasándola por el sitio donde la espalda empieza a llamarse de otra manera. Actualmente no sería nada extraño oírla pronunciar a alguno de los intelectuales tertulianos en el inefable Sálvame de TELE 5, que dicho sea de paso es el programa preferido por la mayoría de los Españoles.
No; no fue ese el destino que corrió aquel prometedor mensaje aunque tuvo Juanelo la intención de hacerlo sin decir lo que semejante frase afirma rotundamente, pues los malos recuerdos de las noches pasadas a la intemperie y para más INRI en compañía de su rival amoroso: eso, no se lo había podido perdonar a Ginesa por su malvada estrategia y porque le había absorbido el poco seso que le quedaba.
En honor a la estricta verdad; no ha quedado- que yo sepa- constancia escrita de lo que acostumbraba a usarse en aquellos difíciles tiempos eruptivos en el aseo personal y concretamente para los instantes después de realizar el acto perentorio de “ensuciar”. Lo que sí es seguro y reafirmo es que aquel inmundo y séptico vertedero, no fue el destino del mensaje amorosamente conciliador escrito por Ginesa Chocho Pires destinado a su adorado Juanelo Pérez y López de Tenesar.
Tanta insistencia en salvaguardar el papelito de un destino fatal, tendrá una justificación que me será muy difícil resumir en la continuación de este bodrio y remedo infumable de Él Burlador de Sevilla.
Seguiremos con el tostón un día de estos.
Julio de 2017.

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