Por Agustín Cabrera
No puedo dejar de narrar estas dos anécdotas, que fueron famosas en El Morro y casi siempre recordadas en las tertulias mañaneras del gabinete de don Pepe Fernández. En una ocasión, el mismo día de su llegada a Tinajo, mi primo E; reparó que junto al muro que cierra el camino delante de las casas y que parte de la esquina oriental del edificio de lo que fue la Escuela, había un aparentemente blancuzco y atractivo montón, que parecía decir “ ven, te estoy esperando “ y nuestro héroe, haciendo caso omiso
a los gritos que le dimos para que no lo hiciera, a galope tendido se lanzó sobre aquel montón de cal, que el día anterior había sido cal viva y que en pleno proceso de convertirse en hidróxido de cal, recibió con efusión las canillas del dicho mi primo que salió dando gritos, envuelto en una blanquecina nube de polvo de cal y con una picazón en las canillas que no supieron que remedio ponerle, creo que hasta con vinagre se las frotaron aumentando por ello la intensidad de sus lastimosas quejas. Aquel trance pasó a la historia menuda de las anécdotas ocurridas en El Morro, más: un hecho similar por lo del impulso y el salto, pero más escatológico, protagonizó su hermana en un aciago verano en el que un tal Celedonio, había limpiado el pozo negro del «escusado» antiguo de la casa. Consistía este «evacuatorio», en un cuartucho de casi dos por dos metros, piso de tablones de madera y una tarima levantada sobre el mismo unos sesenta centímetros que lucía dos agujeros en círculos simétricos y recortados en la madera superior que servía de asiento para «evacuar» con cierto confort, aunque nosotros nos acuclillábamos para no dejar nuestras cosas fuera de nuestro propio control. No había tapas, te asomabas por aquel agujero y veías los «regalos» directamente en el fondo del profundo pozo. Mi primo y yo para verlos más «claritos», prendíamos fuego a trozos de papel de periódico y los dejábamos caer lentamente por aquellos negros agujeros iluminando aquel «séptico» compartimiento y mostrándonos aquel deplorable destino de nuestra propia contribución a la causa. Siguiendo con el cuento; Celedonio había levantado los tablones que cubrían el pozo, y a base de guindar «cacas» durante dos días, fue arrojándola en un estercolero que estaba al lado del hueco donde se depositaba el estiércol de los animales. Después de aquel impagable trabajo, Celedonio dejó el pozo en condiciones de usarse otros cien o doscientos años más. (Si la fiscalía no lo impide) Cuando hubo concluido su faena el bueno de Celedonio, a alguien se le ocurrió cubrir con granzón, aquella viscosa y blandengue masa de históricas y resecas «disposiciones» de nuestros antepasados. Allí se reunía «caca» ancestral de varias generaciones anteriores y de los cuales no mencionó sus nombres para que sus huesos no se revuelvan dentro de sus cercanas sepulturas. También de alguna evacuación con «aromas» caribeños, procedente de las vísceras gastroduodenales de una consorte antillana, que había venido de la Isla de Cuba, huyendo de los desastres de la guerra y que por esa bélica circunstancia, estas «depo» estaban allí desde los años inmediatos al final de la mencionada y fraternal contienda,
«Cagarrutas» de los hijos de sus hijos y de nosotros también, que fuimos de los últimos contribuyentes en aquella causa común de volver a rellenar aquel pozo de «distritos» humanos y papeles de periódicos, que cortados en trocitos aparentes, se colgaban en una tacha apropiada que había en la pared, o ¿era un objeto con un alambre semirígido que servía para trabar las notas de la tienda de aceite y vinagre?. No sin vergüenza y rubor, sigo con el relato, recuerdo la escena que muy bien puede tener ahora, sesenta años más o menos.
Subida sobre el borde del estercolero recientemente cubierto con granzón, -que es la paja gruesa del trigo y que tenía también su lugar en una esquina de la era,- se encontraba primorosamente vestida con un trajito blanco y acompañada con algunas amigas que contemplaban lo bien que había quedado la dorada paja en aquel nuevo lugar; cuando de pronto; en un arrebato incontenible, mi querida prima; ignorando lo que la esperaba debajo de aquel atractivo «colchón» se arrojo al vacío y entro en aquella blanda colección de «suciedades» de varias generaciones. No quiero volver a pensar en la cara de mi pobre prima cuando fue consciente de lo que había hecho y donde había metido su grácil cuerpito. Los detalles del salvamento, no los recuerdo porque seguramente, yo; que tenía en aquel entonces un estomago más flojo que el «aire» de un……. y que por ello devolvía solo con ver una gallina «ensuciando», me desmayé del asco tan grande que me dio. Fue un desmayo muy breve que pasó desapercibido para todos pues los gritos de mi querida prima, recabaron toda la atención de los mayores, lo cierto, y como cosa extraordinaria esa tarde hubo lavatorio extra para ella y que todavía hoy; cuando lo recordamos en su presencia, se le pone casi la misma cara que recuerdo verle en aquella tragicómica escena de chapoteo desaconsejable y perjudicial para la salud.