Pequeña historia del Morro del Viento. V

Por Agustín Cabrera

Aquellos largos días de verano, transcurrían a veces bajo un manto de nubes grises con que los persistentes alisios cubrían los cielos de media isla, otros tantos lo hacían bajo un sol de justicia que nos obligaba a permanecer a cubierto, en las chozas y cuevas de las pedreras. En aquellos estíos de la dorada infancia, cuando el transcurso del tiempo era circunstancia que no nos preocupaba demasiado pues aunque vivíamos intensamente los juegos propios de la edad, participábamos en todas las actividades relacionadas con las faenas del campos estas nos parecía que se hacían al ritmo y paso de los camellos, no existían aparentes prisas por parte de nadie.

Una de las tareas más largas y onerosas de aquella época; era la recolección y tratamiento del tabaco y su no menos laboriosa manipulación; el corte, el secado, la cuelga en cujes y su cubrición con hojas de palmera para que no se volviese «bronco». Cuando ya seco pero «amoroso» se llevaba al almacén o cuarto del tabaco y se procedía al despalillado, al manillado para finalmente apilarlo en un aromático y prensado pilón que esperaba en silencioso y cálido reposo a que pasando un tiempo, se procediese a su enfardado y empacado para la venta y posterior comercialización.
Durante los días de la trilla, recuerdo las incontables vueltas que daba el camello sobre las mieses; arrastrando aquel grueso y pesado madero tachonado por el reverso con pequeñas piedras de basalto. Subirse al trillo, era como hacerlo a una Máquina del Tiempo donde su reloj atemporal acortaba el paso de las horas que parecían quebrarse al tiempo que lo hacían los tallos de las mieses. Una vuelta completa al ritmo que imponía el paso del camello, era como vivir una pequeña eternidad. El ya viejo camello sin nombre, con su ancestral mirada de indiferencia hacia los humanos, daba vueltas y vueltas durante días guiado por sus conductores, los cuales, se turnaban en cuidar que el trillo se mantuviese siempre sobre las mieses. Los únicos momentos de cierta tensión durante la faena del trillado, era cuando el camello levantaba el rabo impúdicamente y soltaba su carga intestinal para que aquella laxitud ininterrumpida, se tornase en frenética actividad pues teníamos que retirarla antes que el trillo triturase aquellas brillantes y cuasi estéticas y esféricas boñigas, en solidaridad incondicional con los que por obligación realizaban aquella labor y que afortunadamente solo duraba unos segundos antes de volver a establecer la cadencia perdida momentáneamente y poder seguir navegando por aquel pequeño mar de espigas, que se quebraban ante el peso y el arrastre de aquel navío de casco pedregoso.
La vieja era, había sido obrada a base de cal traída desde La Villa y arena de algún barranco de La Costa para ser amalgamadas y que a base de apalear aquella mezcla durante un par de días, adquiría la resistencia suficiente para soportar las labores propias durante decenas de años y que durante el invierno además tenía la importante función de acoger las aguas de la lluvia que terminaban en los aljibes del extremo sur de aquel escenario de juegos y trabajo. Con la llegada de «el progreso» se empezó a desgranar el millo pasándole por encima las ruedas de un furgón o pequeño camión. En veinte o treinta minutos, estaba la cosecha recogida aunque el deterioro sufrido por el firme en pocos años fue definitivo. Podría parecer pueril tanta profusión de detalles pero por desgracia en un futuro no muy lejano nuestra vieja y entrañable era, será solo un vago recuerdo en las memorias de nuestros hijos y nietos.
Cuando se dejó de plantar trigo y cebada porque resultaba poco rentable su cultivo y recolección, el viejo trillo terminó en el cuarto de los aperos, apoyado sobre la pared que quedaba frente a la entrada. Con un «cerrote» encastrado entre sus traviesas y que servía para picar el palote del millo para alimentar a los animales. Mi amigo Francisco, fue uno de los diez hijos de señor Pedro Fernández que cuando ya licenciado volvió a Tinajo; por las tardes, a la vez que picaba aquellos jugosos tallos de la planta del millo con el «cerrote» de marras y dientes hacia arriba, cantaba canciones que había aprendido con Los Regulares de Ifni o de Melilla: «Mirame morena remiramé remiramé, yo te remiro porque eres muy bella y quiero que vengas conmigo a la guerra…». Con esa y otras muchas canciones pasaba las horas de la tarde, tarareándolas mientras yo; sentado sobre un viejo cestón de pírganos de palma, le escuchaba extasiado: ¡¡aquello si era cantar y no las enlatadas voces que salían por la bocina del viejo gramófono!!. Gran persona Francisco, aunque la vida le dio algunos revolcones como le suele pasar a la buena gente, fue feliz a su manera, sin depender de inútiles y superfluas necesidades creadas por el consumismo desaforado de nuestro tiempo.
La tarde de un aciago día, cuando cruzaba el umbral de su casa, -después de la tertulia que al «soco» de la pared de piedra que delimita un hotelito rural cercano, cabildeaba con amigos y vecinos hasta casi puesto el Sol-, su corazón dejó de latir para siempre. Francisco se fue en silencio, sin estridencias; tal cual había sido su inolvidable paso por la vida.
Durante un tiempo extrañé y extraño aun su parsimonioso andar subiendo por el camino de la cuesta de Los Cascajos que bordea por el Sur los terrenos y las casas del Morro y que lleva hasta San Roque; la mayor parte de las veces para cumplir con lo que él creía un ineludible deber; acompañar en su último viaje a un amigo o a cualquier vecino o conocido del pueblo, que se le había adelantado en sacar el billete solo de ida.

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