Por Agustín Cabrera Perdomo
La Hoja de Tinajo, del 20 al 28 de diciembre del 2000
Cuando una cierta inquietud por recordar, te hace de pronto tomar la pluma con el propósito de llenar un par de folios, y… con más o menos acierto, cuentas una vivencia, un episodio, una anécdota ocurrida décadas atrás, creo ver en ello, señal inequívoca, – entre otras cosas de más palpable realidad, – que la juventud nos ha dejando de forma inexorable.
En estos tiempos que nos ha tocado vivir, en los cuales, el Cuerno de la Abundancia parece haber tomado carta de residencia en esta isla de nuestros amores y pecados, me vienen a la memoria, aquellas Navidades de la ya lejana infancia. Navidades en Tinajo, Navidades pobres, sin luces de colores ni guirnaldas, sin coches ni verbenas, alguna trucha rellena con dulce de batata o garbanzos y el turrón justito, es decir había lo justo para saber apreciarlo y por supuesto sin árboles de Navidad.
Con nostalgia y cariño, recuerdo aquellos días previos a las entrañables fechas de las Pascuas navideñas.
Transcurren lentamente los últimos días de un año indeterminado de la década de los cincuenta. Por aquellos días empezaba la actividad y los preparativos para la construcción del Belén que todos los años por esas fechas se levantaba en el altar Mayor de la iglesia de San Roque.
Subidos en la caja del camión de don Ernesto Cabrera o don Agustín Pérez, nos desplazábamos hasta los pedregales cercanos a la costa. Allí, recogíamos gran cantidad de piedras, tal vez milenarias que cuajadas de líquenes se encontraban desperdigadas por el lugar. Arena bermeja de los roferos de Tinajo y brillante arena negra del Rodeo que junto con pequeñas piteras que crecían en las laderas de las montañas cercanas, llegábamos a la plaza y descargábamos aquel tesoro, frente a la Iglesia.
Más tarde, comenzaba el trabajo más o menos artístico y que consistía en ir colocando aquellas piedras, sobre ondulantes desniveles forrados de papel pintado. Las arenas conformaban los senderos y veredas por donde iban los imaginarios pastorcillos y sus rebaños, y digo imaginarios, porque para verlos, solo con la imaginación nos estaba permitido hacerlo, la falta de presupuesto, impedía tener esas figuras recorriendo aquellas volcánicas y escarpadas veredas. Algunos pastorcillos de carne y hueso eran colocados estratégicamente en el portal y allí permanecían parte de la Nochebuena. Las humildes piteras, ponían las pinceladas del siempre añorado verde de los campos de Tinajo.
Semanas antes, mi padre había ido pintado frondosos árboles a escala natural, sobre grandes tiras de papel de envolver, papel canelo que luego pegábamos unas con otras, con un engrudo hecho a base de harina. Luego se recortaban y se colgaban en los laterales del altar Mayor, donde sus copas casi se unían en el centro del mismo.
Tapando el retablo, se colocaba un enorme telón de fondo representando un bucólico paisaje, en el cual, siempre discurría un caudaloso río. Blancas casitas como las de Soo o Muñique, aparecían desperdigadas por verdes prados, en los que no faltaban frondosos árboles y blancos patos que nadaban en el cristalino lago.
Pero lo más llamativo de aquel paisaje eran las montañas. Majestuosas montañas de la isla, montañas de contornos suavemente redondeados por la erosión y que mi padre, en un alarde de imaginación, las había coronado de blanca nieve. En sitio preponderante estaba la cueva y allí el Misterio, – así llamaba Don Juan a las figuras del nacimiento, – que como si la cosa no fuera con ellas, permanecían ajenas a aquel trasiego de idas y venidas, con sus cristalinas miradas perdidas entre aquellas piedras, que aún, conservaban los murmullos del lejano mar.
Cuando se daba por terminada la obra, una cortina escondía el nacimiento a los ojos de los curiosos, hasta el día 24 de diciembre, en que se descubría de nuevo a los fieles durante la Misa del Gallo, que se celebraba sobre la medianoche de ese venturoso día.
Para chicos de entre ocho y nueve años de edad: aquella interminable liturgia de rezos y latines, aquella mística espera, se nos hacía interminable.
Con fatigas de sueño y arrullados a la vez por la monótona cantinela del
Rancho, de Pascua, pasábamos la Misa del Gallo dando tremendos cabezazos.
Por fin aquella espera tocaba a su fin, la cortina que escondía el Belén, era descorrida, – no recuerdo si a los sones de algún villancico – y un imperceptible murmullo de aprobación se dejaba oír de entre los fieles que abarrotaban el templo. Por fin: ¡Jesús había nacido!
Luego, cuando todo acababa y el esperado Ite Misa est nos llegaba al subconsciente, quedaba aún la vuelta a casa, la vuelta al Morro, andando, con el viento frío de la noche helándonos la cara y el recuerdo de la nieve de las montañas de papel, haciéndonos castañetear los dientes.