Pedro Fernández Franquis. In Memoriam

Por Agustín Cabrera Perdomo
Fuente: Lancelot №995/16.08.2002

Ha muerto un hombre bueno. Ha descansado para siempre un hombre que fue ejemplo de integridad, honradez y trabajo.
Recuerdo la entrañable y severa ternura con que nos hablaban sus ojos y que de niños tan bien conocíamos. Esa severa bondad, nos hizo mantener hasta su muerte un sincero cariño hacia su venerable persona y que a lo largo de más de cincuenta años, tuvimos como patrimonio compartido con su larga familia. Sus hijos y los hijos de sus hijos crecieron a su alrededor en ejemplar armonía y siempre respetando la venerable figura del anciano patriarca.

En los últimos años de su larga vida, en este rincón de Tinajo esperó pacientemente, aguardó sin prisas la llegada de lo que es el fin de la existencia humana.
Con su ya cansada mirada recorría los perfiles de las viejas montañas que rodean el pueblo, parecía evocar con nostalgia los negros enarenados, las rojizas y polvorientas gavias, o los áridos pedregales de la costa, esas resecas pero agradecidas tierras en las que tanto sudor derramó y mezcló con el agua de la lluvia que las esquivas nubes del cielo, regaron de tarde en tarde, durante los incontables inviernos que sus ojos vieron pasar por estos yermos lugares.
El día dos de Julio de este dos mil dos que se nos resbala veloz de la vida, en el mismo día que noventa y seis años atrás su madre le dio a ver la luz del mundo: nos dejó para siempre. Nos dejó para seguir a esas citadas nubes que ese día triste día, pasaron más veloces que de costumbre en su incesante viaje hacia ignotos paraísos. Se fue su alma tras esos grises celajes en su último viaje; en ese desconocido y definitivo viaje hacia un esperado reencuentro con los seres queridos que antes que él habían partido ya, y que seguro, lo habrán acogido gozosos en esa esperanzadora mansión que debe ser la eternidad compartida.
Con sus padres y hermanos, llegó a estos predios señor Pedro en la segunda década del siglo XX. La cercanía de su residencia a la Iglesia de San Roque, – una casita que existió al sur de los viejos almacenes de tabaco de don Faustino Pío,- fue determinante para que Pedro iniciara la carrera de monaguillo bajo las ordenes del legendario Don Tomás Rodríguez, con quien casi nunca congenió y que según me contó tan solo le ayudó en la celebración de media docena de Misas y unos cuantos bautizos y entierros. Con trece o catorce años, Pedro vigilaba las camellas que pastaban libres por aquellas peladas morras del municipio, para ayudar en los gastos de la casa paterna.
Cuando Pedro cumplió los die¬cisiete años, empezó a trabajar con don José Cabrera Figueroa «el menor,» conocido más tarde en el pueblo, como don Pepe «El Secretario.» Con él, terminó de aprender la poda y el resto de las labores del campo y en esa su casa, permane¬ció hasta que sus facultades físicas no le permitieron volver a realizar el trabajo que había sido su vida.
Me contó en una ocasión, en una de aquellas largas tardes de tertulia, al soco de la pared de las gañanías, que cuando el óbito de mi abuelo y por encargo de la familia, se acercó Pedro a la Plaza de San Roque, donde, opuesta a la fachada de la Iglesia, estaba y está la casa Parroquial, para hablar con el cura y concertar la clase de entierro o exequias que se ofrecerían por los restos mortales de mi abuelo, que ajeno ya a los terrenales asuntos, permanecía de cuerpo presente en su casa del Morro del Viento. Cuando Don Tomás, pen¬sando en las cincuenta Misas de San Diego que antaño, y en sufragio del alma de un tío del fallecido y cura que fue a finales del siglo XIX en Yaiza, había celebrado él mismo, le preguntó por la categoría del sepelio a celebrar en esta ocasión. Pedro, con instrucciones de la familia supongo, le contesta: – El entierro, que sea de Segunda don Tomás.- El señor cura dio un respingo y con un disimulado malhumor dijo: -¡Un hombre como ese y un entierro de segunda!-Intentó don Tomás convencer a Pedro que la enjundia del fallecido merecía unas exequias más acordes con su posición social y para ello mantiene un tenso forcejeo dialéctico con Pedro, el cual se afianza en sus trece para que se celebraran de segunda las exequias por el alma del que había sido su jefe y amigo; don Pepe «El Secretario.» Gracias a la tenacidad de Pedro, se logró cerrar el trato, con la persistente objeción del presbítero, que seguía pensando, que las exequias en honor de mi querido y austero abuelo paterno se merecían subir al menos un peldaño dentro de las categorías de pompas fúnebres que la Santa Madre Iglesia, tenía establecidas para sus incondicionales hijos. Incluyó Pedro en el trato, una cláusula por la cual don Tomás se comprometía a no ir en busca del difunto, mientras mi padre, que había embarcado la noche anterior desde Las Palmas, y que obviamente era hijo del finado, no llegara hasta la casa mortuoria.
Cuando Pedro, de regreso al Morro, y hallándose a la altura más o menos de la casa de señor Juan Martín -combatiente que había sido en la guerra de Cuba,- ve asomar por la esquina de la casa de don Gregorio Morales, la Cruz, los ciriales y a don Tomás, que en desigual lucha contra el fuerte viento que soplaba en aquel funesto día, doblado hacia delante, encorvado, casi formando un ángulo recto con su cuerpo e intentando conseguir con esa postura un mejor avance en su andar, a la vez que conminaba a sus ayudantes para que mantuvieran la Cruz y los ciriales en digna posición vertical, cosa que el Sacristán y sus acólitos a duras penas podían conseguir.
Pedro que no comprendió como se podía incumplir un trato recién apalabrado, un trato que tan solo tenía unos minutos de vida; vuelve sobre sus pasos y parándose desafiante ante la espectacular comitiva fúnebre, espeta al reverendo recordándole lo que unos momen¬tos antes había convenido con él. Don Tomas poseedor en esos momentos, de la Santa Ira, increpó a Pedro diciéndole: ¡Hereje! ¿No ves que estás delante de La Cruz? Impresionado el hombre ante tal reacción, se echó a un lado y dejó paso a la comitiva que siguió su camino luchando contra aquella ventolera que le dificultaba el andar, y que parecía querer impedirle el ejercicio de su Sagrado Ministerio allí donde él creía que la muerte no entendía de inútiles esperas.
Con esta pequeña y verídica anécdota he intentado, – con respetuoso humor,- rendir humilde homenaje al recuerdo de una gran persona. A la feliz memoria de un hombre bueno, un ejemplar ser humano cuyo recuerdo, – los que afortunadamente le conocimos,- guardaremos para siempre en los rincones de la memoria: en esos escondrijos donde se guardan las vivencias que no se olvidaran sino con la muerte.
Desde estas líneas mi más sentido pésame a los familiares del entrañable Pedro, a los que no tuve oportunidad de acompañar en el triste momento de su muerte. Descanse en Paz amigo Pedro.

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