En un casi olvidado atardecer, entre los revueltos y dorados grises de las nubes que en forma de coliflor traían los frescos aires Septentrionales: “endiquelé” a lo lejos, el pausado aleteo de una bandada de gaviotas que después de cumplir su misión ecológica entre las basuras y detritus del vertedero de Zonzamas; regresaban en formación delta y disciplinado periplo hasta los obscuros riscos de la mil veces centenaria Caldera o cráter del volcán de Tenésar.
Aquella formación volandera que sin aparente esfuerzo y envuelta en el sibilante sonido del viento, sin lastimeros graznidos y que según Pepito el de seña Bárbara: eran producto y razón que emitían las gaviotas al sobrevolar el caserío de La Caleta buscando saciar sus insaciables hambres de “mundicia” de pescado.
Aquella ventosa tarde de regreso, sin duda lo hicieron con sus “gasusas carroñeras plenamente satisfechas o lo que es lo mismo con sus buches repletos y a rebosar.
Aquel inesperado y argénteo bando, lentamente se fue perdiendo poco a poco entre las brumas que surgían de las riberas del ya cercano mar: desde el aislado cráter del volcán marino de El Picacho, hasta lo más occidental de la costa isleña que casualmente, para bien o mal de esta plumífera o plomífera historia: es conocida como Punta Gaviotas.
— ¡Ciento veintisiete!— Exclamé semi inconsciente cuando el más rezagado y canijo ejemplar de la bandada; un aparente émulo venido a menos del majestuoso Juan Salvador Gaviota de Richard Bach, desaparecía de mi campo visual en aquel mencionado y brumario atardecer tinajense.
—¿Ciento veintisiete…qué? — preguntó mi mujer con curiosidad femenina.
— ¡Gaviotas!— Le contesté, y veo a la incrédula consorte que se levanta para alongar medio cuerpo por el balconcillo del cuarto costura en el momento preciso que pasaban frente a ella y en raudo vuelo, una pareja de tórtolas turcas acompañadas con su desagradable cántaleo
—¡Ves menos que Pepe Leche! — me gritó: —y además sordo como una casa de cartón—
—¡Son las tórtolas que viven y anidan en el laurel de indias!—
Me lo dijo y con razón, ya que la última de las gaviotas había desaparecido del panorama visual que ella dominaba desde su —para mí— ya casi inaccesible reducto costuril.
Entretenida en sus quehaceres y labores, se olvidó al momento de las cientoveintisiete gaviotas y yo me alegré de ello al no tener que darle una explicación exhaustiva y detallada del paso y posterior conteo de las mencionadas y circunspectas* plumíferas marinas.
Pasadas un par de semanas y disfrutando de otro abúlico y reiterado atardecer; volví a verlas regresar despuntando esta vez, por la vertiente norte de la montaña de Tinache e instintivamente; me preparé para un nuevo recuento. Esta vez lo hice poniendo toda la atención de la que fui capaz y todo ello para llevarme un disparatado disgusto, ya que me faltó en aquel nuevo recuento una jodida y esquiva gaviota.
Esperé ansioso el atardecer del día siguiente pensando que podía haberme equivocado o engañádome la vista dado lo difícil y fatigoso que supone actualmente realizar un serio conteo gavioteril, pero no; el resultado del día siguiente fue el mismo: me seguía faltando la jodida y dichosa gaviota o gavioto, aunque creí saber cuál de ellos era el escaqueado y ausente ejemplar. Estaba casi seguro que la supradicha emplumada, era la que había pasado más rezagada y la aparentemente más canija del grupo, cosa tal, que me llamó la atención al final de la tarde de aquel ya lejano primer recuento que por aburrimiento y para mi desgracia se me ocurrió sacar la cuenta y pregonar su número a voz en grito.
Quien me mandará agarrarme estas pasiones a mis años y en estas circunstancias de tedio incurable en que me hallo y que me dejan metido en fatigas innecesarias.
Durante varias noches soñé con el gavioto perdido y creí vivir de nuevo las crueles artimañas que usábamos de chicos por las riberas de la marea arrecifeña intentando cazar viva uno de aquellos ejemplares que patrullaban sobre las bajas de la Pescadería en busca de tripas y vísceras de pescado.
Aquel método no patentado y sin duda prohibido para intentar cazar o atrapar gaviotas, con alguna variante consistía en iscar” un “peaso “ tripa en una rosiega y que luego haciéndola girar en círculos a media altura tal y como veíamos hacer a los vaqueros en las pelis del Oeste de Hopalong Cassidy o Kit Carson que proyectaba don Paco en el cine Díaz Pérez. La voraz gaviota se lanzaba a por el cebo y terminaba enganchada en la rosiega. Solo en una ocasión recuerdo haber tenido éxito en un enganche justo en el llano que había delante de la casa de don Manuel Jordán Franchi, y la también exitosa y posterior captura del pobre bicho, al que luego llevamos a un amañado taxidermista del que no recuerdo su nombre pero que nos pago generosamente cuatro pesetas menos un real.
En los cielos vespertinos arrecifeños de antaño era impresionante ver como varios miles de gaviotas, se desplazaban hacia el sur a pernoctar en las grandes y desiertas playas entonces de Guasimeta y Matagorda después de una dura batalla por la supervivencia disputándose entre ellas los desperdicios de las conserveras que paradójicamente todas vertían al interior de la Bahía de Naos.
Después de la vergonzosa venta del Banco Canario Sahariano y las consecuencias derivadas de aquella sangrienta y cobarde decisión; el Puerto más importante del Mundo en exportación de conservas de pescado, fue cerrando sus cinco o seis industrias conserveras , cayendo una tras otra; dejando como herencia una tremenda crisis social y una feroz contaminación en toda la Bahía de Puerto Naos y sus ensenadas adyacentes, incluyendo al Charco de San Ginés convertido en una tremenda e inmunda fosa séptica. La ciudad en general respiraba un aire altamente contaminado hasta el punto de que la plata (Ag) que exhibían los que la tuviesen en las vitrinas de sus casas (mucha o poca según los haberes y deberes de las familias), se ennegrecía de tal forma que ni la más eficaz mangrina lograba sacarle sus brillos argentinos y todo por la influencia del contenido irrespirable de aquel envenenado aire del que nadie ha investigado sus consecuencias, pues fueron años de un lento envenenamiento ciudadano.
Otra pintoresca imagen de las gaviotas del Puerto, era verlas revolotear sobre los camiones que; cargados de sardinas recién capturadas iban desde el Muelle Grande camino de las industrias conserveras. Fueron fotografiadas por miles de turistas que se llevaron en sus Leycasa y Nikon las últimas instantáneas pintorescas de una actividad pesquera en aquel Arrecife marinero y en pleno desarrollo turístico.
Poco a poco aquellas supradichas bandadas de dos o tres mil ejemplares de gaviotas, fueron disminuyendo hasta prácticamente hacerse testimoniales, tan solo se veían en los pequeños puertos y refugios de la isla pues algunas recuperaron su ancestral costumbre de alimentarse con los desperdicios de los peces que los esforzados marinos desembuchaban en los charcos del litoral.
Pero la especie Laridae es animal de recursos y muy poco escrupuloso en su yantar y muy pronto descubrió que del interior de un viejo y apagado cráter de la isla, emanaban ciertos aromas que les recordaban vagamente a paliativos sofocos de hambre. No era raro ver en aquellos tiempos a las gaviotas comiéndose los cadáveres de los erizos morunos y gazapos que eran atropellados por el creciente tráfico rodado de la isla y que en la zona del jable o Desierto de Soo como le llaman ahora, se comieron hasta casi extinguir a las humildes chuchangas.
El protagonista de esta narración, la historia del rezagado y desaparecido Juan Salvador Gaviota local , a pesar de mis largas sesiones de otear el cielo y de costosos desplazamientos físicos a las riberas del mar en su búsqueda, no han podido dar con su paradero y aunque la esperanza según se dice “es lo último que se pierde” sigo obstinado alguna tarde que otra en contar las gaviotas en silencio y en secreto pues es muy fácil caer en boca de lenguaraces que dirán de ti que en vez de contar gaviotas estas entusiasmado cogiendo moscas al vuelo.
* Tengo mis dudas que las gaviotas sean circunspectas.
Agustín Cabrera Perdomo
Junio de 2018