Las cabras, las ahulagas, las viejas guaguas

Las cabras, la ahulaga, las viejas guaguas (I)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Las cabras, la ahulaga, las viejas guaguas, y unos pocos recuerdos «misturados» «Antes que se me pudra de olvido la memoria»

Aquella madrugada del ventoso julio isleño, Remigio Curbelo trasteaba en la angosta y desvencijada cambuesa preparando el ordeño de sus veintidós cabras que con las ubres a reventar; se posicionaban ordenadamente en fila esperando ser aliviadas de su nutritiva carga. Una cornuda morisca blanca, que parecía ser la lideresa del variopinto cabreraje, se había colocado a la cabeza del rebaño con la aparente aceptación del resto de sus astadas congéneres. La seguían en aquella ordenada cola caprina, dos hermanas rucias, dos berrendas claras, siete mochas amarillentas que con algunas ruanas, rosalbas y ensalamás se completaba el exiguo rebaño de los veintidós ejemplares de Remigio y Rosalva, únicos habitantes del cortijo conocido como De los Chilates.

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Las cabras, la ahulaga, las viejas guaguas (II)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Aquellos tremendos años de penurias; se arrastraron durante un lustro por la reseca geografía isleña. Algunos miembros de familias que no pudieron emigrar, subsistían a base de míseros salarios que los varones optaban en peonadas y quincenas de trabajo que administraban los Ayuntamientos en en el trazado de nuevos caminos agrícolas y carreteras. Las mismas estrecheces y carencias de las familias también repercutían en los animales destinados a las labores del campo. A los camellos, a pesar de esa indiferencia con la que parecen vivir, al escasear el palote de millo, la paja de cebada y otras legumbres se les veía gustosos comiendo pencas de tuneras, a las cuales, -si había otra tarea que necesitase más premura- ni los picos se les quitaban.

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Las cabras, las ahulagas, las viejas guaguas. (III)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Retomando el hilo de la narración del capítulo anterior, el señor padre de Ubaldito, don Ubaldo Ramírez y Carrasco, con los capitales ahorrados en los años de buenas y productivas cosechas de tabaco, cebollas más la venta de algunas fanegas de tierra a prósperos armadores de la cada vez más importante flota pesquera de la isla, decidió invertir aquellos dichos dineros en la adquisición de una pequeña balandra en sociedad con un tal Rafael Rosales; patrón de pesca de sobrada solvencia profesional y que; con la tripulación casi al completo y la marea ya apurando para zarpar, esperaba la llegada del cocinero, un hombre de campo que iba a recibir en este viaje su bautismo de mar.

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