Por Agustín Cabrera Perdomo
Las cabras, la ahulaga, las viejas guaguas, y unos pocos recuerdos «misturados» «Antes que se me pudra de olvido la memoria»
Aquella madrugada del ventoso julio isleño, Remigio Curbelo trasteaba en la angosta y desvencijada cambuesa preparando el ordeño de sus veintidós cabras que con las ubres a reventar; se posicionaban ordenadamente en fila esperando ser aliviadas de su nutritiva carga. Una cornuda morisca blanca, que parecía ser la lideresa del variopinto cabreraje, se había colocado a la cabeza del rebaño con la aparente aceptación del resto de sus astadas congéneres. La seguían en aquella ordenada cola caprina, dos hermanas rucias, dos berrendas claras, siete mochas amarillentas que con algunas ruanas, rosalbas y ensalamás se completaba el exiguo rebaño de los veintidós ejemplares de Remigio y Rosalva, únicos habitantes del cortijo conocido como De los Chilates.