Por Agustín Cabrera Perdomo
Era media mañana cuando llegué a la Plaza del pueblo. Un grupo de turistas merodeaba buscando sin aparente éxito, algo que llevarse en las frías retinas de sus cámaras digitales. Me paré en el centro de aquella manriqueña plaza y miré fijamente hacia un punto indefinido del cielo. Al poco rato de estar en aquella aparente abstracción, algunas personas que pasaban a mi lado levantaban la cabeza intentando descubrir el objeto o la causa de mi atención.
Unos niños, me tiraron de las perneras del pantalón preguntándome que estaba mirando. Sin separar la vista de aquel punto inexistente, moví los labios sin pronunciar palabra mientras las madres de aquellos curiosos párvulos se acercaron con fingido disimulo, esperando escuchar mi respuesta. Esta no llegó a sus oídos por qué yo no dije nada y decepcionadas; agarraron de la mano a los niños y se los llevaron al otro extremo de aquella plaza entre cuchicheos reprobatorios sobre las rarezas de la gente. En éste caso lógicamente la gente era yo, quien impertérrito seguí mirando al infinito cerca de tres cuartos de hora. En este para mi, interminable periodo de tiempo, la gente, – que en este caso lógicamente, ya no era yo,- movida por la curiosidad, pasaba a mi lado y de reojo me observaba al tiempo que intentaban descubrir qué carajo estaba mirando hacia ya tanto rato. Al final apareció un guardia, se acercó a mí y con decisión me dijo: – circule, circule,- y yo; poniendo cara de asombro le mire y dándole la espalda empecé a circular. Así estuve otros tres cuartos de hora, circulando por la irregular plaza catalogando mentalmente las especies vegetales de los irregulares parterres seguidos por la mirada desconfiada de aquel celoso guardián de la rutina y la cotidianeidad.
Historia de Tinajo 