Agustín Cabrera Perdomo
En el sillón del fresco salón en el que me siento para ver pasar el Sol de la mañana y desde donde contemplo la cercana y altiva montaña de Tinache la cual con sus dos erosionadas cimas, se recorta sobre las brumas grises que ocultan el resplandeciente azul del amanecer isleño. Dando rienda suelta a mi ignorante y atrevida imaginación, pienso en lo violenta que debió ser aquella descomunal erupción cuando la isla aun se hallaba en plena formación geológica.
Sueño despierto viendo su ardiente y convulsionado cráter del cual millones de toneladas de liviano lapilli fueron proyectadas al espacio y que empujadas por el fuerte viento del Norte las fue amontonando a sotavento hasta llegar a formar el actual y monumental rimero de escorias de aproximadamente seiscientos metros de escarpada elevación. En el transcurso de la erupción —que debió durar dos o quizás tres meses, sufrieron los acontecimientos un drástico cambio; un típico temporal del Sur se debió establecer con la bajada de una profunda borrasca a estas latitudes más meridionales estableciéndose un régimen de fuertes vientos majoreros y con el cual el lapilli incandescente y volandero, empezó a acumularse en el lado opuesto del ya creado por el empuje de la potente brisa del Norte. Se configuró así un cráter de singular estructura volcánica, con dos degolladas, una al Este y otra al Oeste por las cuales, la hirviente caldera rebosante hasta sus bordes de incandescente magma, comenzó a desbordarse por las humeantes laderas avanzando imparable hacia las cotas más bajas del atormentado y primigenio suelo e inundando los viejos cauces de antiguas coladas para que en un lento pero arrollador avance, llegaran al mar levantando densas nubes de vapor que se desvanecían en su salino regreso a los campos de ennegrecidas lavas de otras erupciones milenarias que habían dado forma a la isla en su costa noroccidental.
El Atlántico, que en aquellos tiempos aun no había sido bautizado por los griegos, al sentir y ver invadidos sus dominios por aquel intempestivo maremágnum, bramó feroz con rugidos y lamentos surgidos de sus insondables y misteriosas profundidades.
Como hoy la contemplo desde mi atalaya; observo que sus antes escarpadas cimas han sido de tal forma erosionadas por la acción de las lluvias y los vientos, que se asemejan a lomos de jurasicos brontosaurios petrificados y donde también la mano del hombre ha dejado su nociva impronta instalando antenas y repetidores de señales electromagnéticas que invaden los hogares de Tinajo y sus pagos, poniendo a la vista y alcance de sus vecinos las también milenarias desventuras de una tal Belén Esteban y su corte de vividores, las verosímiles peripecias de la familia Alcántara en “Cuéntame Cómo Pasó” o la inmunda basura televisiva que nos venden los Norteamericanos sobre sus búsquedas insaciables de dinero y la pesca de “santorras” en los fríos mares del Norte. No quisiera terminar esta crónica sin dedicar un recuerdo a don Juan Cabrera, -abuelo paterno de mi pariente y amigo Juan Ramón Cabrera Perdomo-, probo y fornido vecino de Tinajo que con su único y desinteresado esfuerzo, construyera en la cima más alta del volcán de Tinache, la base de mampostería que acogió en su día a una enorme cruz de tea, cual nazareno sin vía dolorosa llevo hasta la cima. En primer lugar nuestro hombre subió a hombros una pesada barrica de agua en su primera ascensión y en las posteriores; la cal y la arena para la conclusión de su obra. La primitiva cruz que colocara don Juan fue arrancada de cuajo por el Delta y desperdigadas sus astillas por las laderas, pero hace unos pocos años; la iniciativa de algunos jóvenes plantaron una nueva cruz y que de la cual; todos esperamos que siga derramando su taumatúrgica influencia sobre los habitantes de este querido pueblo de mis entretelas.
Mayo de 2016