Aquel dorado del poniente, cuando agonizaba la tarde….

Por Agustín Cabrera Perdomo
Junio de 2016.

Aquel afortunado día en que comenzó el verano, el astro rey con sus últimos destellos pintaba en oro viejo el límpido cielo del poniente conejero. Las voraces gaviotas en vuelo; graznaban de hambre buscando en las escarpadas riberas del mar, un lugar donde pasar la breve noche de aquel veintiuno de junio del año cincuenta y seis. Posadas de cara a la fresca brisa y arrulladas por el rumor de las olas que rompían suavemente -casi lamiendo- la base volcánica del obscuro cantil donde termina la vertiente Norte de la Montaña de Tenesar y por donde desagua al mar su antaño feraz caldera.

Los dorados cielos de poniente, morían a la vez que una colosal Luna llena surgía tras los azulados y lejanos riscos del macizo de Famara. Mientras la noche llegaba, el claro plumaje de las gaviotas iluminado tenuemente por la plateada luz que emitía a raudales la diosa Selene, contrastaba con la negritud basáltica de los bajos ribereños de Punta Gaviotas. Por una estrecha y cansina vereda que salva los desniveles desde las laderas del mil veces milenario volcán hasta las orillas del mar, bajaban con sus pertrechos Adalberto y Remigio Rosales, que dejando a su derecha lo que otrora fuere el ilegal y vergonzoso vertedero de Las Cambuesas y donde a pocos minutos de buen andar, alcanzarían las riberas, excepcionalmente aplaceradas en aquel último día de la primavera canaria.
Adalberto y Remigio eran hermanos mellizos que en una simbiosis inusual, consumieron su existencia en un continuo trajín de ir y venir de su casa a la mar y viceversa. No había en aquellas costas cantil, veril o caletón desde El Picacho a Las Malvas que no conocieran como las palmas de sus callosas manos. En una amplia cueva a salvo de las grandes mareas, ultimaban los preparativos para aprovechando la ya inminente bajamar dar el conocido «golpe a la lapa.» A la lapa y a lo que se terciara: burgaos, mejillones, clacas y si se aguantaba el calmerío intentar con los percebes o patas de cabra si en esta ocasión estuviesen al alcance de sus manos. Pero ese día dispuso la suerte -tantas veces esquiva-, que los hermanos casi al unísono notaran la presencia a media agua de unos bultos que mecían las olas en las orillas de la pequeña ensenada tapizada de callaos y los cuales dificultaban el varado natural de aquel inesperado «jallo». No lo pensaron dos veces, se «arremangaron» los calzones y salieron al encuentro de aquel regalo que les brindaba la mar y ante la imposibilidad de arrastrarlos hasta la orilla, decidieron esperar a la inminente pleamar para ir salvando los escollos a medida que subía la marea. A la luz de la luna y de los mechones, fueron empujando aquellos fardos perfectamente recubiertos con goma de caucho para proteger lo que quiera que hubiese en su interior. Algunos tenían más flotabilidad, a pesar de ser más voluminosas.
Amanecía; exhaustos por el esfuerzo y la vigilia, con los fardos apilados en el fondo de la cueva los hermanos se disponían a desvelar su contenido. Raimundo le planteó a su hermano el problema que suponía llevar a hombros los fardos por aquellos empinados senderos que conducían a la casa y que distaba del lugar unos tres kilómetros. Comenzaron la inspección en uno de los bultos más voluminoso, rasgaron el caucho y llegaron a la tablazón de una caja. Los «jallos» que ellos recordaban y que fueron requisados por un elemento que tenía cierto predicamento en los círculos influyentes después de la Guerra Civil, fueron uno rollos de caucho, muy valorados en aquellos años por su escasez y que aquel siniestro personaje se encargó de darle salida comercial por supuesto en su propio beneficio. La aparición de una barrica de doscientos litros de wuisky detrás de Tenesar, también fue un «jallo» señalado, más que nada por el resultado que produjo en los «jalladores» que ingirieron sin tino parte del contenido. En aquella ocasión la mitad de el, fue para quien la encontró y el resto -a partes iguales- entre los que participaron en el rescate. Lo consumido cuando se logró quitar el tapón a la barrica y que -no fue poco-, no lo tuvieron en cuenta.
Los afortunados gemelos temiendo que les ocurriese lo mismo que al que halló la barrica, llevaron el resto de los fardos al fondo de la cueva tapándolos con palos y sebas hasta encontrar la solución al asunto del transporte risco arriba hasta la casa. Adalberto, ayudándose de una fija y un lapero, hizo saltar las primeras tablas de la hermética caja; el aroma que surgió del interior impactó en sus fosas nasales y en el resto de su cuerpo y al unísono exclamaron: ¡¡CIGARROS, COÑO CIGARROS!!. De pa’ fuera -repitieron juntos-.Extrajeron un primer cartón y vieron las carátulas de las cajetillas y al no saber leer lo primero que dijeron fue ¡cigarros del camello!. Los bajos del risco Negro, se inundaron de aquel aroma tan evocador como era el de los Camel y Chester sin filtro. Para los que iniciamos la hoy nociva adicción al tabaco fumando Chester o Camel a la escondida en los leitos de los lanchones varados al pie del castillo de San Gabriel. Mis coetáneos se harán una idea clara de lo que sintieron Adalberto y Remigio después de fumarse una cajetilla sin parar. El ayuno y la falta de costumbre hicieron que les pareciese que el risco se les venía encima, todo les daba vueltas hasta que un oportuno baño en la marea, les hizo de nuevo volver a la realidad del momento. La segunda caja fue cuidadosamente abierta ante la expectación de los hermanos, unos paquetes de cartón un poco mayores que una cajetilla de cigarrillos, que en número de quince completaban un total de diez. Con cuidado abrieron una de ellas y lo que había perfectamente envuelto los dejó perplejos. Un objeto de lo que les pareció plexiglas, con unas rueditas laterales y varios números por delante.
Eran transistores de bolsillo y Remigio aventuró decirle a su hermano: ¡Lalberto concio! parecen arradios menuos. Solo uno de estos fardos estaba intacto y contenía doscientas cincuenta unidades, en la otra se había filtrado el agua y suponían que estarían inútiles si es que en realidad eran «arradios menuos».
Con la ayuda de un camello y la colaboración de un vecino de confianza, consiguieron poner a buen recaudo aquel alijo de transistores y tabaco. Colocar este último, no les preocupaba demasiado, en última instancia ellos darían buena cuenta aunque tardarán en fumárselo veinte años. Los transistores era más complicado por lo excepcional y rareza del hallazgo.
No fueron las únicas cajas que aparecieron aquella madrugada por las costas de Tinajo, aunque la mayoría las rompió el oleaje contra las rocas, las únicas intactas fueron para los que llegaron a la Costa cuando el dorado del poniente hacia agonizar la tarde y que a la luz de la Luna, consiguieron que aquella singular «mariscada» llegara hasta una humilde vivienda que se convirtió en el único y más grande estanco de Lanzarote. Las semanas siguientes tan solo por el aroma, se podían adivinar que las azoteas y patios de muchas casas de Tinajo, se convirtieron en inútiles secaderos de tabaco rubio y de transistores de bolsillo.

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