Por Agustín Cabrera Perdomo
Cuando los primeros rayos del Sol se colaron por las «rendijas» de la puerta del sobrado como lacerantes agujas doradas, Serapio Quadros, en un violento despertar fue de nuevo consciente de haber salido indemne de otro mal sueño, de una nueva pesadilla, de una amargura más de las tantas que llevaban martirizándole su conciencia durante las oníricas noches de aquel trágico y pegajoso verano del año cincuenta y tres.
En esos tres últimos años, los sueños de Serapio transcurrieron entre un suceder de inverosímiles periplos por los más ignotos parajes del subconsciente. Hoy había despertado de nuevo chapoteando entre las burbujas sulfurosas de aquellas agónicas y cada vez más frecuentes pesadillas. Abrió los ojos coincidiendo con los primeros y cegadores haces de la radiante luz más arriba mencionada y que estrepitosamente irrumpió en el sudoroso despertar de aquel hombre abatido por una aparente injustificada angustia vital. Serapio Quadros se incorporó dejando el jergón donde dormía emanando vapores que olían a sahumerio de ramas de higuera y moral. Serapio Quadros empujó la puerta y alongándose desde lo alto del viejo balcón que daba al patio, contempló con una magua insondable las tardías azucenas que aún sobrevivían en el huerto del aljibe y que con una última exhalación inundaban el recinto con su dulzón y embriagador perfume. Aquellos efluvios fueron para Serapio un tempranero bálsamo para afrontar sus propósitos de empezar el nuevo día intentando olvidar los desaires y desamores a que lo estaba sometiendo la que él creía que era la más bella mujer del mundo y que estaba consumiéndole poco a poco su existencia.
Una ligera brisa del este auguraba un turbio y caluroso día, un hediondo levante se auguraba solo con ver la incipiente calima que enturbiaba el horizonte.
Hipólita era la gracia de aquella mujer que consciente de su juventud y belleza, flirteaba con todos los mozos de la comarca. Aquel aparente e inocente desparpajo de la joven, era una de las razones por las que a Serapio se le entumecía el rostro, se quedaba como un babieca al adivinar su grácil presencia u oír su cantarina risa pero, intentaba ante ella disimular los profundos y enfermizos celos que sus provocadores devaneos le hacían daño en lo más profundo de sus entrañas. Sus entrañas y digo bien porque el desamor y la indiferencia de la bella Hipólita, lo mismo lo sufría en el hígado, en el páncreas o en las glándulas suprarrenales, aunque sin duda quien más lo padecía era su ardoroso y angustiado corazón. Los vanos y fracasados intentos de Serapio en conquistar el corazón de Hipólita, le habían sumido en un estado de ánimo lastimero, nunca se conoció en el lugar un encoñamiento tan puñetero como aquel que sufría Serapio Quadros, sobre todo en aquellas inmensas noches de sueños agobiantes y despertares de ilusión con solo pensar en su hasta ahora inalcanzable Hipólita.
Cuando la noche tendía sus negras sombras sobre los blancos encalados de las casas del pueblo, una figura embozada tras un gabán y sombrero negro, se escurría por las esquinas de los callejones sin aparente destino. La mortecina luz de un cantinucho, era la única señal de actividad humana en la estrellada noche, mientras las voces de los ruidosos jugadores de una partida de cartas rompían el silencio que intentaba sin mucho éxito abrirse paso en la inminente noche de aquel veintiuno de junio, la más corta del año.
El firmamento lucía su inmensidad sobrecogedora para solamente un par de ojos verdes que absortos en su contemplación recogían la luz estelar de la constelación de Orión y que; exponiéndose a la humedad que el cielo despejado de la noche provocaba, Hipólita Ramírez y su mestiza perrita de aguas cruzaron el empedrado callejón dejando atrás las apagadas voces de los barajeros de la cantina. Regresaba a su casa después de la obligada y diaria visita a su vieja abuelita y como en el cuento de Caperucita a Hipólita, no le salió al encuentro el Lobo Feroz, quien se le puso delante fue el embozado personaje del cachorro y gabán negro. La perrita asustada abrió válvula y se perdió corriendo dando aullidos de terror. Hipólita quedó paralizada, pero más paralizada quedó cuando el hombre desabrochándose el gabán le mostró a la estupefacta jovencita el contenido. Como una mala copia del Conde Drácula, con los ojos inyectados de sangre por el deseo, el hombre se acercó a la muchacha y la envolvió con el gabán que para la meditada ocasión había comprado a un ropavejero tres tallas más grandes. La luz de la constelación de Orión fue suficiente para ver en la expresión de Hipólita una feliz perplejidad, aquello no era normal, aquello era una singularidad, aquello era el Bosón de Higgs y ella no estaba dispuesta a desperdiciarlo.
El despertar de Serapio Quadros la mañana siguiente fue muy distinta a las terroríficas anteriormente soñadas y con la satisfacción de un deber cumplido se levantó pausadamente, con premeditada pereza se acercó a la puerta y después de abrirla, claro; salió al balcón y contempló el cielo marrón por el polvo en suspensión que había dejado de serlo cuando envolvió a las azucenas que yacían marchitas sobre la negra arena del huerto del aljibe.