La infructuosa aventura de Don Fructuoso Perdomo (II)

Por Agustín Cabrera Perdomo

El estruendo que produjo la leva del ancla al acoplarse al escobén de estribor, sobresaltó a los viajeros que se habían acomodado en el entre puente cercano a la proa. Unos jergones de burda lona que las mujeres cubrían con el ánimo de pasar la noche lo más cómodamente posible. Algunos niños correteaban entre los fardos de cebollas y barriles vacíos arrejerados con cuerdas a los baos. Los grupos de hombres más afines por vecindad o paisanaje, estaban reunidos alrededor de la blanca luz de una lámpara de carburo charlando unos; otros jugando a la brisca y los más viciosos a la virada arriba.

Cuando dejaron por babor el tenue reflejo del Faro del Tostón, las conversaciones habían languidecido, solo se oían los llantos de algún bebé que tardaba en dormirse y los tremendos. Ronquidos de uno de los viajeros que había quedado en mala postura para dormir. En el salón de primera clase, el humo espeso de los habanos y las copas de más de algunos caballeros, fueron enturbiando la ya cargada atmósfera de aquel caduco fumador estilo inglés.
El amanecer no se hizo esperar. Con puntualidad astronómica: el cielo se fue transformando en un inmenso abanico de deslumbrantes matices que iban desde el rojo ofuscador, hasta el amarillo chillón que parecía tragarse la insondable obscuridad que se atenuaba a medida que el Sol salía de las profundidades de su morada nocturna. El astro Rey, nuestro Sol de la vida; un día más llenaba de esperanza e ilusión el corazón de aquel desesperado y arriesgado aventurero protagonista.
La isla de Gran Canaria se alzaba radiante sobre el horizonte, las luces de la ciudad de Las Palmas parpadeaban por la tenue calima de un mar rizado por la fresca brisa del NE. La Ciudad, poco a poco iba definiendo claramente los contornos de sus edificios más emblemáticos, La Catedral, el Castillo de Mata, el Muelle de Las Palmas y las siluetas de los grandes trasatlánticos atracados en los nuevos diques que al abrigo de La Isleta iban conformando lo que es hoy la gran dársena del Puerto de la Luz.
Algunas señoras ya salían a cubierta, lívidas y ojerosas que eran señales inequívocas de haber pasado una noche de perros. Ya la actividad a bordo y en tierra se reactivaba por momentos: los marineros de cubierta ajustaban las defensas, aclaraban las maniobras y preparativos para el atraque y posterior descarga del buque. Tendida la pasarela de desembarco, el capitán desde la toldilla de estribor del puente supervisó con rutina, que todo estaba en regla, se despidió de Practico cruzó unas palabras con el Primer Oficial y bajó a su camarote.
Los viajeros se arremolinaba junto a la escala esperando su turno para salir, muchos de ellos con sus pesados equipajes a hombros hacían señas a conocidos a quienes habían vislumbrado en tierra. Fructuoso fue de los últimos que lo hizo pues sus prisas no eran muchas. Ya en tierra firme rebuscó en el bolsillo de la chaqueta y de una billetera sacó una arrugada nota de papel en la que figuraba el nombre de la pensión y de la calle donde estaba ubicaba. De un silbido, avisó a un muchacho que con su carrucha esperaba clientes a quien transportarle su equipaje. El muchacho diligente, cruzó la explanada de Santa Catalina en dirección a la calle Secretario Artiles donde en el número treinta tenía su Pensión o casa de huéspedes, don Isaías Espino, natural de Guatiza y hombre muy popular en el barrio y entre la gente de Lanzarote que por una u otra razón tenía que pasarse unos días en Canaria. En poco tiempo llegaron a la pensión donde Fructuoso iba a compartir camastro con chinches y garrapatas durante el tiempo de su estancia en la ciudad del Guiniguada. Como decía;, aquella fonda lúgubre la regentaba un conejero de Guatiza, hombre servicial y de una cordialidad exagerada, como también era exagerada su falta de aseo en las dependencias de su «hotelito», como a él le gustaba llamarlo. Su clientela mayormente la conformaban paisanos que en busca de trabajo o de paso para las islas occidentales iban a sorribar terrenos para el floreciente y prometedor del cultivo del plátano y otros huyendo de las hambrunas que azotaban las dos islas más orientales del Archipiélago.
No era este el caso de Fructuoso Perdomo; nuestro hombre esperaba embarcar legalmente en uno de aquellos grandes navíos que hacían la ruta a Montevideo, que en pocos días haría escala el Nord-América de la Compañía Italiana Veloce.

…continuará.

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