La increíble transformación de don Beltrancito Figueroa (V)

Por Agustín Cabrera Perdomo

Las únicas distracciones de los tres hermanos en aquel remanso de tranquilidad que era el cortijo, consistían en aguardar la llegada de aquellos días de bailes que por las fiestas se celebraban en los pueblos cercanos y como acontecimiento extraordinario durante el año, acontecido los sábados anteriores al 4 de agosto y 15 de septiembre, en los que se acudía en Romería a la de Las Nieves en lo alto del Risco y a la de Dolores en Mancha Blanca.


Pero el tiempo, en su veloz carrera, se había plantado en el siete de julio, festividad de San. Marcial de Rubicón, patrón de la isla, fecha que era para Eulogio el único día del año que salía de madrugada, no para ordeñar las cabras, sino para tomar la ruta que le llevaría por veredas y caminos hasta el caserío sureño de Femés. Lo hacía debidamente trajeado para asistir a la Función Religiosa y posterior Procesión del Santo de Limoge, que a las doce en punto del día se celebraban en su honor en el Santuario que dicen en sus orígenes fue sede de la Diócesis Canariensis y Rubicense. Como decía; era ese el único día en que Eulogio se ausentaba para cumplir una tradición que conocía y cumplía desde el tiempo de sus abuelos. Eulogio llegó a la ermita con el tiempo necesario de confesarse antes que empezara la solemne Misa: Misa grande con ampuloso y más bien largo sermón incluido. Era esta ceremonia religiosa, la primera y única del año que se tragaba entera, para cumplir con el precepto de la Santa Iglesia que era el recibir la Eucaristía por lo menos una vez al año, que según bromeaba con su gente «no hacía daño». Terminada la función, el Santo Obispo francés era sacado en magna y multitudinaria procesión portado a hombros de los feligreses más fervorosos entre los que no estaba Eulogio, el cual con el sombrero calado hasta las cejas por mor de la ventolera implacable que había fuera, y por la cual la imagen de San Marcial; nada mas doblar la primera esquina de la Ermita en su recorrido en torno a la misma, lo primero que perdía era la mitra episcopal que quedaba a merced del viento enganchada en su dorado báculo. La segunda perdida de aquella petit multitud nada más salir de la iglesia, era a don Eulogio Deganso, pues al primer ventorrillo con el que tropezase y oliese a carne en adobo, allí se apalancaba nuestro hombre a la sombra de las palmas y a resguardo del viento que amenazaba con poner todo el ventorrillaje en el cercano barranco. Allí se disponía a reponerse de las fatigas del largo viaje y de los sobresaltos del sermón, con una buena ración de carne y unos vasos del recio vino isleño. Al principio lo mismo que comía sólido se lo bebía liquido, pero a la media hora escasa, como es lógico ya bebía más de lo que comía y a eso de las cinco de la tarde, Eulogio ya no era el mismo aunque intentaba mantener la cabeza lucida aunque su cuerpo ya no se lo permitiese. En plena y satisfecha euforia, Eulogio había propuesto una partida al envite la cual se formo sin dificultad entre los que compartían la fiesta en aquel ventorrillo. Dos equipos según sus afinidades varias se inició y acordó el modo, -a cuatro matando- propuso el sorchantre de la Candelaria que dijo no haber ido a cantar en la Función porque el «armónico» estaba «safinao». En el último y definitivo chico, después de casi dos horas de vaporosa concentración, el equipo que «mandaba» Eulogio, ya estaba en piedras de a ocho y a esas alturas, a Eulogio se le había engarrotado el cogote y ya no veía las «señas» del Tres, del Caballo o de La Perica. Después del último «chico fuera», Eulogio ya no estaba ni para comentar los lances del juego con los compañeros ganadores y perdedores. Abonó al cantinero lo que se había comido y bebido antes de la partida y poniéndose el sombrero, arrumbó por la vereda que bajando La Degollada llevaba hasta el caserío de Las Breñas y para desde allí recoger a su humilde montura a la cual había dejado en los corrales de su amigo Atanasio Martín, un amigo pardelero que recorría después de la zafra, la isla vendiendo aquel nutritivo salazón y que al pasar por Famara siempre hacia noche en el cortijo acogido por la hospitalidad de Eulogio y su familia. Sobre las diez de la noche, ya algo más fresco, Eulogio emprende el regreso confiando en la memoria del jumento que a paso ligero y con un poco más de carga que a la venida, sin dudar un instante seguía el camino más corto hasta llegar a Uga y de allí por la vereda que atravesaba todo el malpéi de Timanfaya hasta las cercanías del Islote de Hilario, alineado de Norte a Sur con Los Miraderos; lugar emblemático donde existe aún hoy una pequeña escorrentía sobre la capa arcillosa de la montañeta y que protegida por una gruesa capa de arena que confluye en un naciente, en un hilo de agua pura y fresca al que se le conoce como la Fuente de Crisanto y donde al sufrido jumento Eulogio sacia su sed a eso de la media noche. A la luz de una luna llena, la vista de Eulogio se va aclarando y ya es capaz de adivinar al menos la inconfundible montaña Del Señalo o Pico Partido como también se la conoce y al «soco» de una brevera, ya en las cercanías de Mancha Blanca, nuestro peregrino en regreso, hace un descanso que parece agradecer la caballería y donde el caballero aprovecha que el jumento repone fuerzas a base de ramas de la ficus carica que tiene a su alcance, para descabezar un reparador «sorrasco» hasta que a los primeros destellos del nuevo amanecer, se pone en marcha calculando que antes de media mañana estaría llegando al caserón de los Figueroa en La Vegueta.
Allí lo esperaba don Beltrán y su hijo, pues conocían su fervorosa devoción al Patrón y su peregrinación al Santuario y por ello esperaba con sincera alegría su inminente aparición por el Portillo de la era.
Mientras Eulogio trataba cordialmente con el amo los asuntos del ganado y de la venta del cada vez más valorado queso de Las Laderas, allá, en el cortijo; donde habíamos dejado a Catalina recogiendo del suelo los desvelos amorosos de don Beltrancito y que; asustada por aquel impetuoso torrente de frases donde él ya daba por hecho su correspondencia amorosa, tomó entre sus manos el pequeño y alargado estuche de piel e intrigada por lo que pudiese contener, abrió el estuche y no tardo en comprobar, con los ojos a salírsele de sus órbitas -que iba a tener que mejorar su caligrafía en un curso acelerado, y que para ello tendría que recurrir a la amabilidad de don Severino de Nantes-Carrasco y Arbelo, ilustrado caballero que por un revés de fortuna había venido a menos, en lo que a pecunio se refiere y que por causas obvias, residía en los restos de su patrimonio inmobiliario como un eremita, a unos diez minutos de camino del lindero Sur del cortijo de Las Laderas. Y lo dicho, eso fue lo primero que pensó Catalina cuando tomo entre sus dedos aquella preciosidad de nácar con traba y anillo de oro de ley. (La lectura de la carta no la mató a sobresaltos, porque no la tengo en la lista de los occisos que podrían quedar por el camino después de la imperativa llamada de atención de una lectora que le ha cogido cariño a la protagonista de esta peregrina historia de costumbres y de amores pasionales.) Catalina la tomó entre sus manos sin saber todavía el porqué de aquel regalo y poniéndola a la altura de su corazón reanudó la lectura al mismo tiempo que éste volvía a intentar escapársele del pecho. La muchacha, leía despacio aquellas frases pensando que aquel muchacho se había equivocado de persona, los colores se le iban y venían y entre sus manos volvieron a pasar una y otra vez las doce planillas que don Beltrancito le había dedicado con su juvenil y arriesgada apuesta amorosa. No daba crédito a lo que estaba leyendo, no sabía qué hacer, si contárselo a su madre o quedarse encerrada en su cuarto para siempre.-no se había dado cuenta que ya llevaba tres horas en él y que en las tareas de la casa ya se hacía notar su ausencia-. En ese momento Catalina escucha a su madre que acercándose a su cuarto la llama con cierta preocupación en el tono de su voz.

Agustín Cabrera Perdomo.

A mis asesores literarios y amables y condescendientes lectores, les pregunto si debería dedicar una entrega completa a describir los encantos y guapuras de los protagonistas, asunto que es primordial para hacerse una idea en tres dimensiones de los personajes. Algo he dicho, pero abundar un poco en el tema seria una experiencia para mí y unas posibles risas para ustedes.

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