Por Agustín Cabrera Perdomo
Aquella Nochebuena de 1730, Juanelo y Ginesa volvieron a verse de nuevo al soco de los sagrados muros de la ermita de San José, oratorio situado en Teguise en la Vega advocada al mismo Santo. Decir de la frialdad del encuentro sería faltar a la verdad, aunque sí lo era aquel atardecer con un sol moribundo que se escondía prematuramente tras los negros piroclastos que emanaba el Volcán del Cuervo o de Las Lapas, como también se conoce este polémico cráter.
La tardanza de Juanelo en acudir a la cita, empezaba a padecerla el ánimo de Ginesa y lo manifestaba su nervioso deambular por el verde camino que va a la ermita y donde no habían azucenas marchitas porque no era el tiempo en que florecen estas hermosas liliaceas. El paso renqueante de la yegua de Juanelo y que tan bien conocía la joven, se recortó a lo lejos sobre la loma del encendido cielo de Poniente. A la joven Ginesa se le erizaron los vellos ante aquella visión que tantas veces había soñado, no estaba viendo en ese instante de ensoñación a la vieja y renqueante yegua con la que había escapado de la cueva, ella solo veía un brioso corcel montado por un apuesto y gallardo jinete que desde lejos la saludaba al parecer sin demasiado entusiasmo.
Juanelo que no estaba muy seguro del “te espero amor y salvador mío” de que la posdata puesta en la nota escrita de Ginesa, fuese todo lo sincera que él deseaba, pero al divisar su gentil saludo y grácil silueta junto a los muros de la ermita, dióle al joven un “volteo” el corazón que estuvo a punto que la yegua se lo trajera al piso.
Pasaron pocos minutos antes de volver a encontrarse el uno frente al otro: ella aparecía como una resplandeciente diosa enjoyada y él, como señorito que era, embutido en un desgastado terno de paño gris marengo.
Ante tanto derroche de atavíos y joyas, Juanelo no pudo articular palabra hasta que ella, tomándolo por el brazo lo condujo hasta los muros del aljibe grande, donde se sentaron de modo que la ligera brisa que perfumaba él aire con aromas del lejano mar, circulase sutil entre sus cuerpos.
–¡Caondié Ginesa! ¡fuerte quintada la de la cueva!–
¡Imagínate que se haya enterado la gente de lo que nos hiciste al Macarrón y a mí! ¡Qué vergüenza y qué ridículo Dios mío! ¡Es que no quiero ni pensarlo!. La carcajada de Ginesa rompió el silencio de la tarde y fue tan contagiosa y argentina, que los personajes del cuadro “Los desposorios de la Virgen y San José”, colgado en uno de los paramentos del interior de la ermita, terminaron también en un ruidoso y carcajeante jolgorio que cesó de improviso cuando la pareja se asomó a ver qué pasaba bajo los mudéjares techos de aquella pequeña ermita u oratorio privado.
Pasada la perplejidad sufrida por la pareja, volvieron a sentarse en los muros, esta vez de en los de la circular coladera donde en su límpida lámina de agua, se reflejaba fulgurante el planeta Venus y su corte de parpadeantes estrellas. El campo había estallado en el que sería en nuestro futuro, el Verde Lanzarote pues a finales de noviembre, una fuerte borrasca del suroeste había dejado a la isla desangrándose por sus barrancos con la bermeja tierra y el agua caída. Esta fue tanta; que hasta La Gran Mareta de Teguise había desaguado y no me pregunten por dónde, pues los testes que se habían conformado amontonando la tierra bermeja de la limpieza y que la circundaba, habían tomado la altura de los techos de la Iglesia Matriz de Nuestra Señora de Guadalupe.
Sentados de nuevo en aquellos centenarios muros, donde a diferencia de la anterior, la proximidad de sus cuerpos le habían cerrado el paso a la sutil brisa de la “asentada” anterior y que ahora ya no tenía el paso totalmente franco y exponiéndose al peligro la joven, de las manos largas de su acompañante. Después de aquellos añorados bailes de candil celebrados en casa de de doña Aurora Guillén, allá en Tingafa, nunca habían vuelto a encontrarse el uno tan cerca del otro y esta vez Juanelo, antes de tomar la iniciativa en los juegos amorosos, deslumbrado por la diadema incrustada de diamantes que lucía la joven sujetándole el pelo, hizo que su curiosidad innata le obligase a formularle un sin fin de preguntas sobre semejante y refulgente abalorio.
–no son abalorios– contestó Ginesa: son verdaderas y auténticas joyas que si supieses la procedencia te ibas a caer de culo en esa coladera que tienes detrás de ti y en la cual te ibas a ahogar como un perrito chico.
–¡¡Pues mucha plata ha de tener tu padre, a la vista de la mansión que se fabrica el caballero por encima de Manguia!!–
Ginesa astutamente eludió las preguntas haciéndole promesas en las cuales le contaría la procedencia de aquellas maravillas. Fue entonces cuando la conversación tomó derroteros más acordes con aquel encuentro propiciado por ella para su plan y también por sus masocas ansias de verlo. Estuvieron en animada charla hasta las siete de la tarde, el frío se hacía ya sentir y gentilmente Juanelo ofreció su polvorienta capa a la joven a quien acurruco contra su pecho sin encontrar resistencia aparente. Cuando Juanelo notaba que habían empezado a abrirse las puertas de su cielo particular, Ginesa escurriéndose del poderoso abrazo de su salvador y adivinando que las intenciones que pretendía el salido jovenzuelo, con premura, no entraban en los planes que ella había preparado con municiona estrategia. Casi ahogada por el achuchón; logró que Juanelo oyese su voz que salía del interior de los pliegues de la mugrienta capa. —Juanito mi amor; tengo más hambre que aquellos guirres “aposados“ en la espadaña– He traído un atillo con truchas navideñas, bizcochos dulces, mantecados y panitos de mamí así como una botellita del anisado que tanto te gusta. Nada más pensar en las truchas sin aflojar la presión sobre la frágil figura de la joven preguntó: las truchas ¿de qué están rellenas? –Hay de batata y de garbanzos– logra decir con un hilo d voz– Juanelo aflojó la presión del abrazo dejando así libre a la pobre muchacha que acercándose a la cesta que había dejado al soco de un pareón, sacó de la misma dos envoltorios en papel de baso.
–Estas son las de batata que hizo mi madre y estas otras más crujientes son de garbanzos que preparó la nueva cocinera que se ha apalabrado con mi padre para ayudar a la vieja en los menesteres de la cocina. Ya iba Juanelo por la media docena de truchas engullidas y por el “añurgamiento” con los panitos de mamí, la botella del anís había sufrido un considerable descenso por el gaznate del enamorado y glotón Juanele, al que ya se le estaba duplicando el número de estrellas que veía reflejadas en el plateado espejo del agua de la coladera. Pasada una hora larga de fracasados arrumacos, por parte de Juanelo y las escurridizas fintas de Ginesa agotado por aquella batalla contra una contendiente tenaz, el joven ya no estaba en condiciones de mantener su arma enhiesta y sin entender nada, se echó al coleto las últimas escurrajas de anís que siguieron el camino del más de medio litro que se había “jilado” ya el sorprendido joven que la observaba con la mirada perdida y extendiendo sus flácidos brazos para pedirle acogimiento en su seno, pero muy a su pesar, Ginesa mantenía la distancia que la moralidad imperante en la época exigía.
Faltando una hora para la media noche y con un gran esfuerzo, logró la joven que Juanelo subiese a la yegua y se mantuviese en ella tieso y encartonado, y una vez arriba la puso en el camino y fustigó suavemente sus ancas. El noble bruto emprendió en alegre trote el supuesto regreso hacia La Florida, no sin antes desearle Felices Pascuas cuando ya casi trasponía por las lomas que cierran la Vega.
Ginesa se deshizo de la diadema de brillantes y demás complementos, los guardó en la cesta de las truchas y emprendió el camino de vuelta hasta su casa, pues sabía que por aquel sendero se iba a encontrar con gente devota que se dirigía hacia la Villa o oír la misa en honor del nacimiento de Jesús y no quería que la viesen luciendo aquella deslumbrante ostentación. Tan simbólica noche de Navidad fue la primera en la isla con los volcanes en puro fragor y también en la casa de los Chochos se celebró la cena más opípara que jamás hubiesen soñado durante lo que había sido hasta ayer, su paupérrima vida.